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miércoles, 19 de marzo de 2014

Los críticos de Francisco olvidan que el Papa no les está hablando primeramente a ellos, sino a la gente de a pie, a esos católicos que están bautizados, pero que solo pisan las iglesias para matrimonios y funerales. Esa gente no lee encíclicas ni bulas. A ellos hay que hablarles de otro modo.


¿Hacia dónde va el Papa Francisco?



"El 'ingrediente Francisco' resulta esencial para la vida de la Iglesia, y su falta trae graves consecuencias para todos. Tener Franciscos es riesgoso, pero no tenerlos es fatal..." La revista Rolling Stone lo pone en su portada. La Plaza de San Pedro recibe más visitas que nunca. Los judíos están felices con él, pero también los musulmanes lo miran con simpatía. 

A casi un año de su elección, el balance comunicacional de Francisco es más que positivo. Pero como un Papa es bastante más que un comunicador, las críticas no faltan. “Habla demasiado, un Papa no puede dar entrevistas a cada rato”, advierten unos. Sara Palin dice que es un izquierdista más. Otros se quejan porque, al eliminar una serie de símbolos externos, pierde majestad. Algunos señalan que “está cambiando la función del papado; quiere transformar al Papa en uno más entre los obispos y entiende el gobierno de la Iglesia de modo colegial, como si fuera un parlamento”. Por último, no faltan quienes le achacan ambigüedad doctrinal, y le atribuyen no hablar con claridad en temas fundamentales, como el aborto. Hasta de comunista lo ha acusado Rush Limbaugh, un conocido comentarista norteamericano, por su preocupación por los pobres y su crítica a cierto capitalismo.

Todo esto puede ser perfectamente posible. No sería la primera vez que la Iglesia estuviera guiada por un Papa desorientado y vanidoso. Es posible, pero quiero tratar de mostrar que esas críticas no son acertadas.

No era fácil la tarea de Francisco. Le tocó suceder a dos gigantes. Hasta sus más enconados enemigos le reconocen a Juan Pablo II un lugar en la historia universal. En el caso de Benedicto, estamos en presencia de uno de los teólogos más importantes de los últimos siglos. Mario Vargas Llosa, un agnóstico, al lamentar su renuncia, comentó que sus libros y encíclicas “contenían novedosas y audaces reflexiones sobre los problemas morales, culturales y existenciales de nuestro tiempo que lectores no creyentes podían leer con provecho y a menudo —a mí me ha ocurrido— turbación”.

Ante ese difícil escenario, el nuevo Papa no intentó imitar el estilo de ninguno de ellos, sino que siguió el camino que le parecía correcto. ¿En qué consiste ese camino? ¿Para dónde va el Papa Francisco? Eso habría que preguntárselo a él, pero en este año ha dado pistas suficientes como para que intentemos describir su proyecto.

Las dos caras de la Iglesia

Un supuesto básico para entender a Francisco es darse cuenta de que es católico. Es un dato tan obvio como imprescindible, que nos recuerda que él cree firmemente que Jesucristo fundó una institución, la Iglesia, que sirve para acercar a los hombres a Dios, porque está inseparablemente unida a él. “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”, le dice Jesús a Saulo de Tarso, que estaba dedicado a aniquilar cristianos y jamás había visto a Jesús. Estas palabras establecen una especial identificación entre Cristo y la Iglesia. Uno podrá pensar que esto es una singular tontería, y que lo mejor es vincularse con Dios de manera estrictamente individual, sin mediación de comunidad alguna. Pero Francisco y los demás católicos piensan distinto. Si la Iglesia está vinculada a Cristo, quiere decir que tiene, por así decirlo, un componente divino. Gracias a él ha permanecido 20 siglos y podrá llegar hasta el final de los tiempos.

Pero el aspecto divino es solo una parte de la Iglesia. También hay una faceta que es humana. No me refiero aquí solamente al riesgo de corrupción que está presente dondequiera que haya hombres, y que estos últimos años, con los abusos de algunos sacerdotes, hemos podido experimentar de modo particularmente doloroso. Dentro de este aspecto humano no solo hay miserias y traiciones. También existen muchas cosas buenas, pero que, como son humanas, podrían ser de otra manera.

La faz humana de la Iglesia está sometida a la historia, es cambiante. Pensemos en un ejemplo sencillo: durante mucho tiempo el idioma de la Iglesia fue el griego. De hecho, en esta lengua se escribieron los Evangelios. Después se cambió por el latín. ¿Se ganó con el cambio? Mucho, ya que el latín resultaba más comprensible para la gente común en el Occidente europeo. ¿Fueron todo ganancias las que trajo esa substitución? No, porque la pérdida del griego tuvo un costo enorme desde el punto de vista intelectual. En la práctica, impidió a los occidentales el acceso a bibliotecas enteras, que recogían gran parte del saber de la Antigüedad, y los privó de las riquezas de la cultura bizantina. Además, acentuó la distancia respecto de los católicos del Imperio Romano de Oriente, hecho que influyó después en la ruptura, que subsiste hasta hoy, entre católicos romanos y ortodoxos. Nada es gratis.

La Iglesia requiere determinadas formas (litúrgicas, administrativas, artísticas y teológicas) para existir, pero esas formas son cambiantes. En cada momento habrá que encontrar las más adecuadas, y no cualquier forma resulta igualmente útil para expresar el mensaje cristiano. El nacimiento de Cristo puede pintarse con el estilo de Fra Angelico, del Greco, del Barroco americano o de Claudio Bravo, pero no podría pintarse con el arte abstracto de Mondrian, no porque este sea malo, sino porque es incapaz de dar cuenta del hecho que se quiere representar, ya que no es representativo. Platón, Aristóteles o Cicerón, pueden resultar muy útiles para la teología. Lenin, el Marqués de Sade o un tratado de tarot, en cambio, no serán aprovechables.

El desafío para la Iglesia, entonces, consiste en encontrar en cada momento de la historia la forma más adecuada para expresar su mensaje permanente. Esto supone un cuidado constante, para evitar que esas formas históricas no terminen por ahogar lo esencial. Confundir la forma humana con el fondo divino sería una curiosa variante de idolatría. Pretender, por el contrario, que el mensaje cristiano se exprese sin recurrir a ninguna forma, sería negar la realidad de la Encarnación: Cristo mismo se vistió, trabajó, comió y habló con unas formas determinadas, como buen judío que es. Lo esencial no vive en estado puro, sino que requiere ciertas expresiones externas para manifestarse.

Durante la Edad Media y el Renacimiento el papado adquirió diversas formas, tanto en su apariencia externa como en su organización. Francisco ha cambiado algunas de esas manifestaciones externas, que “pueden ser bellas, pero ahora no prestan el mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio”. Juan Pablo II cambió otras, como la silla gestatoria y la tradición de que los papas apenas salían del Vaticano, o no practicaban deportes. Que el Papa use zapatos rojos, blancos, negros o sandalias, no parece demasiado importante, ni tampoco resulta un signo para que nosotros expresemos particular alegría o alarma, según nuestro temperamento estético-teológico.

Naturalmente, esas formas no se refieren solo a las vestimentas o al lugar donde duerme el Papa. Hay algunas que tienen tal importancia histórica que su cambio (o su mantención) implica riesgos importantes. Francisco ha llamado la atención sobre un punto muy delicado, ya señalado por Juan Pablo II: el de la forma en que se ejerce el Pontificado. Decía este en 1995 que era necesario encontrar “una forma del ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva”. Piensa Francisco que se ha avanzado poco en este sentido y que hoy se hace necesario promover una “saludable descentralización”, que ponga en marcha esa aspiración del Papa polaco. Descentralizar no significa suprimir el papado ni negar un ápice su valor en la vida de la Iglesia. Simplemente se trata de encontrar formas que ayuden a cumplir mejor la misión, y que permitan despejar obstáculos innecesarios en el diálogo con la Iglesia Ortodoxa.

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