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domingo, 24 de febrero de 2013

La inminencia de una nueva y crucial cita electoral activa a los factores de poder interesados en sumirnos en una nueva espiral de decadencia

¿Puede la corrupción hacer quebrar
 a las democracias?

por A. Caro Figueroa

De los varios pilares que sostienen nuestro edificio democrático, pienso que tres merecen especial atención: 
  • la paz interior (objetivo del Preámbulo de la Constitución que demanda reconciliación y abandono del odio como motor de la lucha ideológica), 
  • la confianza de los ciudadanos en sus instituciones y en un futuro mejor, 
  • y la lealtad de todos a las instituciones de la República.

Como nos ha enseñado Juan José Linz, la estabilidad y la buena marcha de las democracias dependen, entre otros factores, de la lealtad de los ciudadanos y de los actores sociales a los principios, valores y reglas de cada Constitución. Un compromiso que Ernesto Laclau, el máximo teórico del kirchnerismo, insiste en repudiar.

Habiéndome referido en otras oportunidades a nuestra paz interior, me centraré en los efectos dañinos que la corrupción, un acto de grave deslealtad institucional, provoca sobre la confianza cívica y, por extensión, sobre la calidad de la vida política y el bienestar general.

Si bien ningún régimen está libre de que algunos gobernantes utilicen el poder del Estado en provecho propio (vale decir, para enriquecerse, canalizar odios, perpetuarse en los cargos, favorecer a parientes y amigos, o para dar rienda suelta a la lujuria y a la concupiscencia), las democracias auténticas son aquellas que logran reducir su frecuencia y castigar a los culpables.

Muchos Estados modernos han desarrollado eficaces mecanismos de prevención y castigo basados en: 

a) La actuación de jueces independientes y de órganos de control especializados; 
b) La vigencia del derecho a acceder a la información pública 
y, c) La libertad de expresión. 

Nuestro principal problema radica, precisamente, en la inexistencia de estos elementos correctores y sancionadores.


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