Los subterráneos del Vaticano
y la luminosa ventana del Papa
de Sandro Magister
La Iglesia de Roma está retratada por los medios de comunicación como un museo de los horrores. En el pasado fue incluso peor. Pero hace quinientos años un Papa hizo el milagro que hoy admira todo el mundo. Una lección para el inminente cónclave
Los medios de comunicación compiten en estos días para difundir un retrato muy negativo de la Iglesia: todo son intrigas, avidez, traiciones, morbosidades sexuales. Benedicto XVI se habría rendido, abrumado por esta abyección que habría infectado también al colegio cardenalicio llamado para elegir al sucesor.
Es un relato que, de manera deliberada, oscurece la verdadera identidad del pontificado que está a punto de acabar y la puesta en juego de la elección del nuevo Papa. Lo intenta, pero no lo conseguirá. Porque están en juego tanto el destino de la civilización humana, como también la vida de cada uno de los hombres. Los discursos de Benedicto XVI en Ratisbona, en París, en Berlín, sus homilías, su magisterio, han abierto una confrontación entre la Iglesia y el mundo moderno de alcance histórico sobre cuestiones últimas, esenciales, que es imposible arrinconar.
Hace quinientos años exactamente, precisamente en estos días, moría Julio II, el Papa que llamó a Miguel Ángel para que pintara al fresco el techo de la Sixtina, la capilla en la que los cardenales se encerrarán en breve para elegir al nuevo Papa.
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