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Ateísmo militante
Puede que Pearce abuse algo en su empeño de establecer alegorías entre el mundo nuestro y el del pequeño hobbit, pero no se le puede negar un conocimiento profundo del universo tolkeniano, al que no accede desde la fría exégesis del erudito, sino con el entusiasmo contagioso del admirador, excusa suficiente para perdonar cualquier exceso que podamos advertir en el libro.
Por otro lado, Pearce nos presenta El hobbit como una historia esencialmente cristiana, y en eso no hay exageración alguna. Primero porque así lo declaraba el mismo Tolkien, y segundo porque resulta evidente al rastrear las andanzas de Bilbo Bolsón, plagadas de referencias que serían inexplicables o absurdas desde una visión pagana.
Subraya Pearce el papel protagonista de la Providencia, de la gracia, de un orden establecido que trasciende las existencias de los personajes. Y se ríe de los críticos que –desde el ateísmo militante– descalifican la obra por la inverosimilitud de tanta presencia de la “suerte” en el argumento.
“Lo sorprendente –dice Pearce– es que su propia filosofía materialista se basa en la creencia de que en realidad todo es producto de la suerte” algo mil millones de veces menos probable que el hallazgo que hace Bilbo del anillo.
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