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domingo, 2 de febrero de 2014

Cuando de destruir una economía que, según las pautas regionales, era relativamente próspera se trata, ningún líder latinoamericano ha logrado más que el dictador emérito Fidel Castro.


Un relato aplastado por la realidad

por James Neilson


Nuestra CFK se pelea por sacarle el puesto de mejor
destructor de la economía de la región a Fidel Castro.


Cuando de destruir una economía que, según las pautas regionales, era relativamente próspera se trata, ningún líder latinoamericano ha logrado más que el dictador emérito Fidel Castro. Desde hace más de medio siglo es el campeón indiscutido en materia de depauperación: gracias al “modelo” que, con la ayuda inestimable del Che, construyó luego de apoderarse de la isla, el salario mensual promedio de los cubanos se ha mantenido por debajo de los 19 dólares: 158 pesos argentinos a la tasa de cambio de inicios de la semana pasada. Así y todo, últimamente le han surgido dos rivales de fuste: el venezolano Nicolás Maduro y nuestra Cristina.

Si bien ambos se las han arreglado para provocar crisis económicas fenomenales, aún no han logrado desplazar a Fidel de su lugar en el podio. Con la esperanza de aprender algunos trucos perfeccionados por el viejo maestro, los dos desafiantes acaban de viajar a La Habana para rendirle homenaje, charlar con él por un rato y asistir a una “cumbre” continental sin la presencia molesta de delegados de Estados Unidos y Canadá. Será de suponer que, después de felicitarlos por lo mucho que ya han conseguido, el comandante jubilado les advirtió que para difundir la miseria en países rebosantes de riquezas naturales como Venezuela y la Argentina se necesita un grado de ingenio revolucionario realmente excepcional, de suerte que tendrían que redoblar sus esfuerzos.

La receta de Fidel es sencilla: hay que olvidarse de los datos concretos y politizar absolutamente todo, subordinarlo al relato oficial para desdoblar así la realidad, dejando la parte negruzca para la gente común, “las masas”, y otra muchísimo más luminosa para los ideólogos. Es lo que han hecho los castristas, con éxito fulminante a juicio de sus admiradores de otras latitudes, pero mientras que ellos lograron ganar al menos cinco décadas en que ir por todo, Cristina tendrá que conformarse con una sola. Mal que le pese, la señora no dispondrá de tiempo suficiente como para rematar la obra ambiciosa que emprendió cuando soñaba con eternizarse en el poder.

Los castristas culpan a los norteamericanos por todas sus desgracias materiales. Pueden comerciar con los demás países, pero insisten en que si no fuera por lo difícil que les es hacerlo con el imperio a causa del “bloqueo” no tendrían problemas. Aunque Cristina y sus soldados son reacios a afirmarse víctimas predilectas de la maldad sin límites de Barack Obama, la CIA y otras entidades siniestras, dicen estar luchando con valentía contra una hueste de enemigos igualmente perversos: especuladores, corporaciones, poderes financieros concentrados, los bancos y el CEO de Shell Juan José Aranguren que, según parece, ha sucedido a Héctor Magnetto de Clarín en el papel de desestabilizador en jefe del modelo kirchnerista.

Puede que la prédica kirchnerista en tal sentido sirva para convencer a los incondicionales de Cristina de que un mundo envidioso, dominado por neoliberales, está resuelto a castigarla por su heterodoxia, pero el resto de la población propende a atribuir la implosión del “modelo” a sus defectos congénitos y la ineptitud de los encargados de manejarlo. No extraña, pues, que se haya difundido la impresión de que ni el ministro de Economía, Axel Kicillof, ni el atribulado jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, tienen la menor idea de lo que les convendría hacer para alcanzar la ya mítica normalidad. Los dos parecen estar más preocupados por el estado de ánimo de una presidenta quisquillosa que podría retarlos que por lo que les aguarda a los cuarenta millones y pico de argentinos rasos. Una vez más, impera la incertidumbre: han sido tantas las marchas y contramarchas, las contradicciones, las afirmaciones enigmáticas, que nadie sabe muy bien cómo reaccionar frente al torrente de novedades.

Es lo que suele suceder cuando se desintegra el modelo de turno, algo que ya es rutinario en un país en que las ilusiones estimuladas por la adopción de uno distinto luego del fracaso del anterior raramente duran más de diez años. Bien antes de la fecha prevista para que el país pruebe suerte con otro gobierno, el modelo de Cristina ha quedado sin la plata que necesita para continuar funcionando. La caja que tantos beneficios le ha reportado está vacía. Puede que en marzo entren algunos dólares procedentes de la venta de soja –para frustración de sus cuidadores, el modelo kirchnerista es esencialmente agroexportador–, pero pocos creen que resulten suficientes: el Gobierno los gastará en un par de días en un intento desesperado por comprar apoyo o demorar algunas protestas.


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