El progresismo clerical, capaz de influir en la vida de los hombres en niveles no siempre verificables, aunque de manera eficaz, resuelve la dicotomía entre la enseñanza doctrinal oficial y la experiencia concreta de la moral con un positivo cuestionamiento sobre la doctrina moral de la Iglesia, consecuencia del distanciamiento cada vez mayor entre los fieles y la doctrina en cuestiones relativas a la indisolubilidad del matrimonio o la situación de los divorciados vueltos a casar, la contracepción o el uso de métodos anticonceptivos artificiales, así como una perturbadora polarización respecto a las uniones homosexuales.
Dicho de otra manera, el verdadero síntoma de la enfermedad que ha postrado a la moral católica europea consiste en un arraigado subjetivismo, en la deificación de la subjetividad, en la reivindicación de la infalibilidad de la conciencia moral, que le llevaría a Rousseau a manifestar: “Conciencia, conciencia, instinto divino, inmortal y voz celeste; guía segura de un ser ignorante y limitado, pero inteligente y libre; juez infalible del bien y del mal, que hace al hombre semejante a Dios: eres tú la que constituye la excelencia de la naturaleza y la moralidad de sus acciones”.
Asistimos a una reedición del pasado, donde lo que se debate es si existe una fuente de lo verdadero por encima del hombre e independiente de su voluntad. Habría que remontarse para comprender la actual situación a las Declaraciones de las Conferencias Episcopales realizadas a continuación de la publicación de la Encíclica Humanae Vitae el 25 de julio de 1968. Aquellas Declaraciones de los obispos, mientras proclamaban su adhesión a la doctrina pontificia, se orientaban a encontrar mediaciones pastorales que facilitasen la comprensión y práctica por parte de sacerdotes y fieles.
La cuestión de fondo es la competencia de la conciencia en la discusión sobre la validez o no de la norma, donde aquella no se reduzca a ser un órgano de aplicación del magisterio pontificio. Para muchos, habría que distinguir entre verdad especulativa, enseñada por el Magisterio, y verdad práctica, sobre la que sólo la conciencia sería competente. La buena fe sería el criterio moral último y decisivo de la conciencia, que crea su propia verdad.
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