En el espejo venezolano
por James Neilson
Cristina y los personajes variopintos que la rodean tienen buenos motivos para sentirse alarmados por lo que está sucediendo en Venezuela. Temen que su propio proyecto termine como “el socialismo del siglo XXI” que, antes de morir, el comandante Hugo Chávez dejó en manos de Nicolás Maduro, un ex sindicalista tan torpe que parece haber salido de las páginas de una novela satírica.
Con todo, si bien la conducta esperpéntica del hombre que habla con su líder muerto reencarnado en un pajarito ha hecho aún más surrealista el drama que está viviendo el país hermano, sería injusto culparlo por el desastre en que le ha tocado desempeñar un papel protagónico.
Lo mismo que el “modelo” de Cristina, el armado por Chávez se está cayendo en pedazos porque se basa en la idea descabellada de que, por ser inagotables los recursos económicos, lo único que tiene que hacer un gobierno popular es gastarlos. Es lo que hicieron los dos mandatarios sin pensar en la posibilidad de que llegara un día en que la alcancía quedara vacía y que, como en países gobernados por gente menos imaginativa, tendrían que cuidar los centavos.
Desgraciadamente para decenas de millones de personas, la mezcla mágica de dinero y voluntad “revolucionaria” ensayada por Chávez y los Kirchner ha resultado ser peor que inútil. A pesar de los vaya a saber cuántos miles de millones de dólares aportados por el petróleo a las arcas del gobierno venezolano o por la soja a la caja de Cristina, ambos países se están deslizando hacia la bancarrota en medio de una violenta tormenta inflacionaria.
Venezuela lleva la delantera, ya que el costo de vida sube a más del 50 por ciento anual, pero los hay que creen que en los meses próximos la Argentina podría alcanzar e incluso superar a su gran rival en la frenética carrera hacia el abismo. En Venezuela, el impacto del desaguisado económico ha sido feroz. Faltan alimentos a precios accesibles para los pobres, papel higiénico y, desde luego, papel para los odiosos diarios no revolucionarios que han tenido que achicarse. En la Argentina, muchos supermercados están comenzando a asemejarse a los venezolanos.
Para gobiernos como los de Maduro y Cristina, culpar a otros por las calamidades ocasionadas por su propia inoperancia es prioritario. Todo ha de subordinarse al relato oficial. El venezolano, víctima profesional del imperialismo gringo, acusa a Estados Unidos de ser responsable de todos los males habidos y por haber. También está adoptando posturas cada vez más agresivas y amenazadoras que, en un país que ya está entre los más violentos del planeta, plantean el riesgo de que mueran muchos más jóvenes opositores asesinados por matones oficialistas.
La retórica truculenta de Maduro no preocupa a los kirchneristas; lo apoyan con su fervor habitual. Lejos de sentirse molestos por la voluntad del escasamente democrático régimen chavista de pisotear los derechos humanos de los manifestantes, encabezados por estudiantes, que están llenando las calles de Caracas y otras ciudades, se solidarizan con los represores; según el canciller Héctor Timerman, es evidente que el régimen de Maduro es blanco de “un intento claro de desestabilización” y “lo vemos como un ataque a nosotros mismos”. ¿Fue una advertencia de que en adelante el gobierno kirchnerista, con la ayuda de fuerzas de choque como Quebracho y Vatayón Militante, actuará del mismo modo frente a quienes participen de protestas públicas contra las consecuencias de la mala praxis económica, tratándolos como golpistas, subversivos, traidores a la Patria al servicio de la sinarquía internacional? Es posible.
Si bien hasta ahora Cristina se ha abstenido de atribuir a aquel reaccionario notorio Barack Obama los supuestos intentos de desestabilización que a su entender están haciéndole la vida imposible aquí en la Argentina, parece convencida de que el bloque bolivariano, del que se siente parte, se ve amenazado por una maligna ofensiva neoliberal de origen foráneo.
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