1973: ¡QUÉ COSAS SE DICEN!
Escribe Gonzalo Rojas
“El mismo Larraín insinúa que lo que hubo fue un deliberado intento, perfectamente planeado y ejecutado con enorme energía, por convertir a Chile en una sociedad comunista. ¿Qué otra cosa podían querer los dirigentes marxistas de esa época sino lograr sus objetivos?…”
Apasionante oficio el de los historiadores. Tenemos que identificar el núcleo de un problema y colocarlo en una perspectiva amplia, dentro de un gran proceso; y, finalmente, hemos de usar un lenguaje que explique: lo nuestro no es dulcificar ni pacificar. Si hay que mantener una herida abierta, porque es la única manera de que pueda cicatrizar sanamente, lo haremos. Aunque nos amenacen con la cárcel los que solo piensan en la venganza.
Son muchos los errores históricos que se cometen en estos días. ¡Qué cantidad de afirmaciones contrarias a las evidencias con las que trabaja el historiador!
No se debe juzgar intenciones, que, con toda seguridad, son rectas. Pero eso no basta, porque al hablar, esas palabras —y por cierto, estas también— causan efectos, y eso hay que pensarlo antes de emitirlas. Es parte de la integridad de la actividad pública: por muy bien intencionado que sea lo que cada uno diga, hay que meditar si, al fin de cuentas, es verdadero.
El primero que se ha equivocado es el Presidente Piñera. Ha afirmado el Mandatario que hubo fuerzas políticas que “debilitaron la democracia”. Hasta ahí llegó. No quiso decirlo con todas sus letras: la UP fue un intento por convertir a Chile en una sociedad comunista. “Debilitar la democracia”: ese es el límite que le parece razonable al Presidente para interpretar el 11 de septiembre. Pero cuando se quiere jugar el papel de estadista conciliador, la verdad se escapa; y cuando la verdad se fuga, los liderazgos se esfuman.
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Apasionante oficio el de los historiadores. Tenemos que identificar el núcleo de un problema y colocarlo en una perspectiva amplia, dentro de un gran proceso; y, finalmente, hemos de usar un lenguaje que explique: lo nuestro no es dulcificar ni pacificar. Si hay que mantener una herida abierta, porque es la única manera de que pueda cicatrizar sanamente, lo haremos. Aunque nos amenacen con la cárcel los que solo piensan en la venganza.
Son muchos los errores históricos que se cometen en estos días. ¡Qué cantidad de afirmaciones contrarias a las evidencias con las que trabaja el historiador!
No se debe juzgar intenciones, que, con toda seguridad, son rectas. Pero eso no basta, porque al hablar, esas palabras —y por cierto, estas también— causan efectos, y eso hay que pensarlo antes de emitirlas. Es parte de la integridad de la actividad pública: por muy bien intencionado que sea lo que cada uno diga, hay que meditar si, al fin de cuentas, es verdadero.
El primero que se ha equivocado es el Presidente Piñera. Ha afirmado el Mandatario que hubo fuerzas políticas que “debilitaron la democracia”. Hasta ahí llegó. No quiso decirlo con todas sus letras: la UP fue un intento por convertir a Chile en una sociedad comunista. “Debilitar la democracia”: ese es el límite que le parece razonable al Presidente para interpretar el 11 de septiembre. Pero cuando se quiere jugar el papel de estadista conciliador, la verdad se escapa; y cuando la verdad se fuga, los liderazgos se esfuman.
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El 11 de septiembre de 1973 es otra cosa: por primera y única vez en la historia de Chile, se invoca el derecho de rebelión “para deponer al gobierno ilegítimo, inmoral y no representativo del gran sentir nacional”.
Algún profesor universitario -uno de esos iconoclastas que todo lo festinan- sostiene ahora que el argumento fue elaborado en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica, como si eso invalidara su racionalidad. Qué más da lo que incomode a ese activista, o qué más da quién redactó en realidad el Bando Nº 5; lo importante es que el texto clave del 11 de septiembre especifica y fundamenta la acción decisiva: “Destituir al gobierno que, aunque inicialmente legítimo, ha caído en la ilegitimidad flagrante”.
Nunca antes se había usado ese lenguaje. Es que tampoco, nunca antes, Chile había enfrentado una amenaza que tocara tan a fondo la fibra nacional.
La rebelión -el derecho de rebelión- comenzó a ejercerse con anterioridad a la llegada de Allende al poder, porque ya se contaba con todas las señales que activan la sana intuición de los pueblos libres. La legítima defensa, antes que un tratado académico, es una adrenalina que brota del intestino del alma. Se la ejerce cuando no queda otra opción, cuando la disyuntiva es morir aplastado o tratar de sobrevivir, aun a costa de innombrables sacrificios.
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NUNCA ANTES, NUNCA MÁS
Nunca antes de septiembre de 1973 hubo en Chile una reacción tan decisiva frente a un gobierno. Varias habían sido las ocasiones anteriores en que fuerzas opositoras habían enfrentado al poder presidencial y lo habían derribado: los estanqueros, pelucones y o’higginistas frente a Pinto en 1829; los congresistas frente a Balmaceda en 1891; los militares jóvenes frente a Alessandri, en 1924. Pero si se leen los documentos que fundamentaban esas acciones, en ninguno de los tres casos estamos delante de una auténtica rebelión: los sublevados solo invocaron la violación de la Constitución y de las leyes, la grave situación económica o la corrupción de los poderosos.
El 11 de septiembre de 1973 es otra cosa: por primera y única vez en la historia de Chile, se invoca el derecho de rebelión “para deponer al gobierno ilegítimo, inmoral y no representativo del gran sentir nacional”.
Algún profesor universitario -uno de esos iconoclastas que todo lo festinan- sostiene ahora que el argumento fue elaborado en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica, como si eso invalidara su racionalidad. Qué más da lo que incomode a ese activista, o qué más da quién redactó en realidad el Bando Nº 5; lo importante es que el texto clave del 11 de septiembre especifica y fundamenta la acción decisiva: “Destituir al gobierno que, aunque inicialmente legítimo, ha caído en la ilegitimidad flagrante”.
Nunca antes se había usado ese lenguaje. Es que tampoco, nunca antes, Chile había enfrentado una amenaza que tocara tan a fondo la fibra nacional.
La rebelión -el derecho de rebelión- comenzó a ejercerse con anterioridad a la llegada de Allende al poder, porque ya se contaba con todas las señales que activan la sana intuición de los pueblos libres. La legítima defensa, antes que un tratado académico, es una adrenalina que brota del intestino del alma. Se la ejerce cuando no queda otra opción, cuando la disyuntiva es morir aplastado o tratar de sobrevivir, aun a costa de innombrables sacrificios.
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