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viernes, 10 de abril de 2015

Está intensificándose la sensación de que el mundo está en vísperas de conflictos salvajes


El sueño de un mundo diferente


por James Neilson


El mundo siempre ha sido bipolar. No hay forma de averiguar lo que pensaban nuestros ancestros más remotos, pero sí sabemos que, desde la temprana antigüedad, en todas las sociedades etapas de optimismo irracional se alternan con otras de pesimismo, cuando no de pánico. Pues bien: ya hemos dejado atrás una que, sin motivar euforia, vio difundirse por buena parte del planeta la esperanza de que el progreso continuaría repartiendo beneficios por mucho tiempo más. A juzgar por los datos disponibles, las décadas que siguieron a la transformación de China en un híbrido marxista-neoliberal y la desintegración de la Unión Soviética no fueron estériles -en el mundo la extrema pobreza se redujo por la mitad-, pero parecería que la tendencia así supuesta ha llegado a su fin y que por un rato las distintas sociedades tendrán que conformarse con lo que ya tienen, razón por la que se ha puesto de moda nuevamente el tema de la desigualdad.

Pero no sólo se trata de las perspectivas materiales inmediatas que, según el FMI y otras instituciones, son mediocres. También importan las aspiraciones personales. Aunque el crecimiento económico suele obrar como una anestesia, combinada con la democracia y la evolución vertiginosa de los medios de comunicación, en los últimos años ha estimulado tanto las expectativas que se han alejado irremediablemente de las posibilidades reales. Millones de personas creen merecer una vida mejor que la que les ha tocado, una en la que, además de tener más dinero, sean más respetadas.

Tales personas se sienten atrapadas en un sistema que, sin prestar atención a sus quejas, las está llevando a un destino desconocido pero con toda probabilidad desagradable. Por lo demás, está intensificándose la sensación nada arbitraria de que el mundo está en vísperas de conflictos tan salvajes como los que devastaron Europa y Asia oriental en los años treinta y cuarenta del siglo pasado, conflictos que estallaron luego de un período de optimismo pacifista. En las democracias más poderosas de entonces muchos, tanto derechistas como izquierdistas, creían que el mundo entero compartía sus principios. Se equivocaron.

Tenía razón T. S. Eliot cuando dijo que "el ser humano no puede soportar demasiada realidad". Para solucionar los problemas ocasionados por lo antipático que suele ser el mundo en que vivimos, un contemporáneo del poeta angloamericano, Vladimir Ilich Lenin, se propuso reemplazarlo por otro acaso inexistente pero con toda seguridad mejor: a comienzos de la revolución bolchevique, afirmó que "si la realidad no está de acuerdo con la teoría, tanto peor para la realidad". Los admiradores de Lenin tomaron sus palabras al pie de la letra: durante más de setenta años procuraron reconstruir la realidad, provocando la muerte de decenas de millones de hombres, mujeres y niños. Fracasaron, claro está, pero si bien el comunismo ya no ofrece una alternativa creíble a un statu quo que a juicio de casi todos deja mucho que desear, no ha desaparecido la convicción de que debería ser posible pensar en un orden socioeconómico que sea radicalmente diferente de los ya ensayados.

La voluntad de escapar de la triste normalidad cotidiana se manifiesta de muchas maneras. En Europa está cobrando fuerza una plétora de movimientos populistas encabezados por personajes que saben aprovechar el descontento generalizado. Algunos, como UKIP -el Partido de la Independencia del Reino Unido- y el Frente Nacional francés, son considerados de derecha porque no les gusta la presencia en sus países respectivos de millones de inmigrantes, mayormente musulmanes, procedentes de lugares de tradiciones incompatibles con las europeas, mientras que otros, entre ellos Podemos en España y Syriza en Grecia, se creen de izquierda, pero la verdad es que todos tienen mucho en común.

El éxito de tales agrupaciones se debe a que se han comprometido a romper drásticamente con el orden establecido, cuyas deficiencias atribuyen no sólo a la maldad de los responsables de administrarlo sino también a su falta de imaginación. Quienes piensan así insisten en que, una vez liberados de las cadenas psicológicas que a su entender inmovilizan a los socialistas democráticos o conservadores que están o, en el caso de Grecia, han estado, en el poder, a los pueblos europeos les sería fácil crear otro sistema en que todos, o casi todos, vivirían felices. Es lo que está procurando hacer la gente de Syriza, la "coalición de la izquierda radical", con la ayuda de un pequeño partido nacionalista, antisemita, germanófobo y racista, pero para cumplir sus promesas el gobierno griego tendría que conseguir muchísimo dinero que su propio país no está en condiciones de generar.


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