Los años del joven Papa:
la socialización de la envidia y
el asesinato como ética cristiano-progre (I).
por Eulogio López
Es curioso que acusemos a los argentinos de mentirosos, cuando los argentinos son sinceros hasta la violencia y coherentes hasta el fanatismo. Son vanidosos, sí, y todos sabemos que un argentino se suicida encaramándose a lo alto de su ego y precipitándose al vacío, pero eso no es mentira, es sólo vanidad. Y recuerden que la soberbia española es defecto mucho más grave.
Acabo de terminar de leer el libro La vida oculta de Bergoglio, obra del periodista argentinoArmando Rubén Puente. Armando escribió un libro sobre el Papa en una semana y ahora ha tardado más de un año en este segundo volumen. Más que una biografía sobre Francisco es la historia de la Argentina en la que se vivió Francisco y hasta su llegada a Roma.
De entrada, cuando nos describe la década de la guerrilla marxista argentina y de las dictaduras militares… bueno ríase usted del terrorismo etarra: fruslerías. La ultraizquierda argentina y la respuesta de la dictadura militar durante dos décadas del pasado siglo, de 1965 a 1985, por fecharlo de algún modo, eso sí que es para echarse a temblar.
Puente ha hecho una labor de cirujano plástico con la historia reciente de su país. Un libro cuajado, impresionante, una tarea periodística y pedagógica que acongoja. Como buen argentino, a Puente no se le puede acusar de sectario. Insisto, es coherente hasta el fanatismo y odia la mentira. Frío como un témpano en los juicios, salga el sol por Antequera. Pero Puente, como buen argentino, tira a peronista, tiende a personificar a la patria. Y patria viene de padre, pero no de persona.
La Argentina tiene un problema llamado peronismo. Perón siempre me pareció un listillo engreído pero entiendo que los argentinos sean conscientes de sus miserias y, al mismo tiempo, le alaben como líder. Hay que reconocer que este personaje tan poco grato a ojos europeos estaba hecho por y para los argentinos.
Ya lo decía Borges -políticamente un pelota de mucho cuidado, al igual que el encomiado Ernesto Sábato, como demuestra Puente-: los peronistas no son ni buenos ni malos: son incorregibles. Si elfascismo es la deificación de la nación frente a la persona y el marxismo es la deificación de la colectividad, del pueblo, frente a esa misma persona, el peronismo es la deificación de ambos. Y ese matrimonio sólo puede casarlo un argentino, unos tipos que son brillantes por naturaleza y peligrosos por afición.
Ideológicamente, el peronismo no tiene media vuelta pero ha servido para embaucar a todo un pueblo por más de tres generaciones, a un pueblo… condenadamente inteligente. El peronismo se traduce en que todo lo que se haga en nombre de la patria está bien hecho, incluida la salvajada. Y con doña Cristina Fernández de Kirchner seguimos en las mismas. Con una diferencia: Perón era un engreído brillante mientras que CFK es una engreída majadera.
Lo que Puente nos cuenta es que en ese ambiente peronista y homicida creció Bergoglio. Nada menos que el peronismo, un nacionalismo marxista. O un patriotismo justicialista, si lo prefieren en fino. El estigma totalitario anida en él.
Al final, Juan Domingo Perón fue excomulgado por la Iglesia, y eso que sólo blasfemaba de Dios por amor a la patria. Es lógico, Perón pretendía empoderar al pueblo, de la misma manera que el feminismo pretende empoderar a la mujer. Y eso choca contra la Iglesia, no porque la Iglesia desprecie al pueblo o a la mujer: lo que la Iglesia desprecia es el poder.
Por las mismas, a la teología de la liberación, la atmósfera en la que se formó el hoy Papa, no le preocupa la justicia sino la igualdad, la puñetera uniformidad. Y así, confunde la libertad personal con la liberación política. Otra vez la eterna confusión entre el hombre y la humanidad. Como Puente reivindica, Bergoglio siempre distinguió entre ambas.
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La soberbia jesuita y el problema de la Compañía: no se puede amar a Dios si no amas al prójimo, pero lo contrario aún es más difícil
Continúo con la La vida oculta de Bergoglio, del periodista argentino Armando Rubén Puente. Por el momento, la mejor biografía que conozco del Papa Francisco, que acaba de editar, en España, Libros Libres.
La vida de Bergoglio (en la imagen), argentino y jesuita, es la vida de la crisis de la Compañía más fiel a la Iglesia… hasta el siglo XX. Fue Pablo VI, mucho antes que Juan Pablo II, quien formuló la siguiente pregunta a los jesuitas: ¿Podrá la Iglesia confiar en vosotros como siempre? No, no podía, porque la soberbia jesuita llevó a muchos miembros de la Compañía a la traición al Cuerpo Místico, ahora podemos llamarlo como queramos, pero es de soberbia de lo que hablamos.
Hay un antes y un después en la Compañía de Jesús, a la que pertenece Bergoglio, que no Francisco. Lo marca la Congregación de 1974. El Decreto 4 queda fijado en este deriva ideológica: “No hay conversión auténtica en el amor de Dios sin una conversión al amor de los hombres y, por tanto, a las exigencias de la justicia”.
En aquellos años de majadería mental generalizada, producto de la crisis de amor de Dios que sufría la Iglesia (¿es que existe otro tipo de crisis en la Iglesia?) la proposición quedaba ‘dabuten’, que diría un castizo, pero lo cierto es que la formulación correcta es justo la contraria: no hay preocupación por el prójimo si antes no hay amor de Dios. El hombre, sin la gracia de Dios libremente asumida, pasa del hermano con exquisita elegancia. Como mucho, se queda en la filantropía que nada tiene que ver con el cristianismo. En cualquier caso, las órdenes del maestro son: primero amar a Dios y luego, en prelación e intensidad, al prójimo. Al Uno sobre todas las cosas, al prójimo, como a uno mismo.
Ahí empezó al desastre jesuítico, porque, además, algunos miembros de la Orden, en lugar de amar al pobre armaron al pobre para que matara a gusto y otros muchos se olvidaron del pobre y se centraron en la teórica pobreza. Ni tan siquiera eran austeros en su vida privada. No vestían corbata por puro simbolismo peroviajaban en avión de un lado al otro del mundo galvanizando a las masas, con un orgullo infinito, para otorgar, urbi et orbe, el nuevo mensaje cristiano para los nuevos tiempos. Y en ese esquema no cabía la obediencia.
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