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domingo, 27 de abril de 2014

El problema más urgente de los tiempos que corren: cómo crear un orden socioeconómico en el que todos sientan que su propio aporte es valioso


La igualdad tan esquiva


La presidenta chilena Michelle Bachelet dice que la desigualdad es el "gran adversario" de su país. Su homólogo norteamericano Barack Obama coincide; lo preocupa que la desigualdad de ingresos de su país esté "llegando a los niveles propios de la Argentina y de Jamaica". 

No son los únicos que piensan así. Aunque sólo fuera por motivos electoralistas, en todos los países democráticos y hasta en algunos que no lo son, como China, presidentes, primeros ministros y otros se afirman resueltos a combatir la creciente desigualdad que, para desazón de los acostumbrados a creer que sólo se trataba de un fenómeno coyuntural, parece haberse instalado definitivamente. Con todo, si bien es fácil lamentar lo que está sucediendo, no lo será revertir las tendencias que están ampliando las diferencias entre los ingresos de una minoría ya relativamente opulenta y los demás.

La forma más sencilla de reducir la brecha consistiría en obligar a los ricos a pagar impuestos confiscatorios, pero para que funcionara tal arreglo –propuesto por el economista de moda, el francés Thomas Piketty, que se especializa en el tema– sería necesario un acuerdo internacional poco probable para impedirles trasladar su dinero a países más hospitalarios. 

Las iniciativas en tal sentido de su compatriota, el presidente François Hollande, han resultado contraproducentes al provocar un éxodo no sólo de capitales sino también de empresarios, profesionales y jóvenes ambiciosos. 

Bien que mal, siempre habrá diferencias de cultura económica entre los distintos países. 

Mientras que algunos, como Francia, suelen adoptar actitudes punitivas hacia los económicamente exitosos, otros, como Estados Unidos, el Reino Unido y, por paradójico que parezca, China y sus vecinos de tradiciones similares, suelen tolerarlos por suponer que la alternativa no sería el igualitarismo sino el estancamiento permanente. 

También varían las actitudes populares; a muchos los indigna que especuladores financieros acumulen fortunas gigantescas aun cuando lo hagan sin violar la ley, pero no les molesta en absoluto que estrellas deportivas como Lionel Messi o cantantes de rock ganen centenares de veces más que un empleado común.

La divergencia de ingresos que está agitando a muchos políticos y economistas se debe en parte a que el capital de los ya ricos rinde proporcionalmente más que el trabajo y también a que una revolución tecnológica que aún se encuentra en sus comienzos está modificando drásticamente el mundo laboral al eliminar franjas cada vez más anchas de actividades antes lucrativas. 

Hace décadas la mecanización de la agricultura en países avanzados como Estados Unidos dejó sin trabajo a millones de personas que en su mayoría terminaron trasladándose a ciudades industriales, pero un par de generaciones más tarde las fábricas empezaron a poblarse de máquinas. 

Entonces llegó el turno de oficinistas y ejecutivos que desempeñaban tareas bien remuneradas que se vieron reemplazados ya por sistemas informáticos, ya por trabajadores a miles de kilómetros de distancia, por lo común en países como China o la India, que son igualmente capaces pero más baratos.


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