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martes, 23 de julio de 2013

El ideal que condujo a los europeos de todas las clases y nacionalidades a arriesgar sus vidas, realizando una penosa travesía hacia el Oriente fue una motivación que superaba el súbito entusiasmo, la gloria, o la fortuna.

LAS CRUZADAS: UNA INTERPRETACIÓN RELIGIOSA, CULTURAL E HISTÓRICA

por Alfredo Garland
Las Cruzadas despiertan profundas pasiones. Por lo general son incomprendidas porque se carece de la adecuada información histórica o, lo que es más grave, se las juzga a partir de prejuicios anti-católicos. Las Cruzadas fueron expediciones de carácter religioso y militar, sostenidas entre 1095 y 1291, emprendidas por los reinos cristianos del Occidente europeo hacia el Medio Oriente con el propósito de liberar los Santos Lugares de la dominación mahometana.

En su libro “El Islam”, una de las más consultadas historiadoras de la religión, Karen Armstrong, calificó las Cruzadas como “un acontecimiento vergonzoso, aunque importante para la historia Occidental”[1].



El peyorativo juicio de la escritora británica demuestra que las distorsiones sobre las Cruzadas aun persisten. Sin mayor fundamento, aquellas opiniones mediatizadas por los prejuicios sostienen que los cruzados fueron europeos codiciosos de poder y de riquezas, y que invadieron territorios pertenecientes a una cultura avanzada y sofisticada, la islámica. Esta idea fue impuesta, en primer lugar, por el historiador del siglo XVIII, Edward Gibbon. Otro de los estudiosos que tempranamente estableció una serie de errores conceptuales sobre las Cruzadas fue el francés Joseph-Francois Michaud, quien entre los años 1812 y 1822 publicó su “Histoire des croisades”. Según Michaud, las Cruzadas fueron “instrumentos gloriosos” de proto-imperialismo. Empleando aquellos criterios más bien ideológicos, diversos autores dieron por sentado que las campañas de los ejércitos cristianos en el Oriente constituyeron uno de los primeros intentos de colonialismo europeo. Tesis similares han sido continuadas por autores modernos como el también inglés Steven Runciman[2] y la mencionada Armstrong[3].

Entre los juicios erróneos y prejuiciados más frecuentes podemos enumerar:

1. Que durante sus expediciones al Levante los Cruzados enfrentaron a opositores que eran culturalmente superiores.




Esta visión surgió a partir de una imagen romántica, cultivada por cierta literatura legendaria pero escasamente respetuosa de la historia. Entre los autores que impulsaron dicha visión estaba Walter Scott, quien escribió sus novelas en la primera parte del siglo XIX. En la imaginería del escritor inglés los cruzados fueron aventureros de escasa educación, infantiles en sus acciones y particularmente destructivos. Sus incursiones estaban destinadas a agredir a una civilización más avanzada que la suya, el Islam.

La realidad histórica es distinta. El sociólogo Rodney Stark manifestaba que la cultura árabe-islámica se edificó en una importante medida sobre la base de los conocimientos adquiridos durante las conquistas de pueblos ilustrados como los griegos cristianos, los persas y los hindúes. “La sofisticada civilización generalmente atribuida a los musulmanes -nombrada frecuentemente cómo ‘cultura árabe’- adoptó, en numerosas de sus facetas, los conocimientos acumulados por los pueblos conquistados, como la civilización judeo-cristiana-bizantina, el bagaje adquirido de la astronomía persa y los conocimientos matemáticos de los hindúes”[4]. Incluso, tras las invasiones, la cultura islámica continuó recibiendo el influjo de los sabios vasallos “no-islámicos”, los denominados “dhimmi”.

Runciman, reconocido por sus escasas simpatías con los ideales cruzados, manifestó el siguiente juicio sobre la relación entre la cultura cristiana bizantina y el naciente Islam: “La importancia de Bizancio en la edificación de la civilización islámica fue enorme. Los árabes que salieron del desierto eran personas simples; los educados eran escasísimos. Más bien poseían la adustez del nómada del desierto (…) Aunque dominada por los musulmanes, esta civilización, llamada ‘bizantina’, continuó repartiendo el influjo cultural de Bizancio”[5].

Ciertamente el imperio forjado por los mahometanos a partir del siglo VII alcanzó un esplendor sorprendente. En notable medida los sabios musulmanes se valieron para sus conocimientos del saber heredado de culturas más antiguas, como la griega, o emplearon el cúmulo científico de los “dhimmi”, como fue el caso de la medicina, cuyos primeros tratados procedían de médicos cristianos alejandrinos.

Una de las etapas de mayor desarrollo cultural ocurrió bajo el Califato Abásida. Afincados en la estratégica urbe de Bagdad, los Abásidas, cuyo señorío abarcó los siglos VIII al XII, lograron reunir a sabios de diversas culturas y religiones. Destaca en el siglo IX Muhammad al-Khwarizmi, quien estableció los principios del álgebra, un nombre derivado de su libro “Kitab al-Jabr”; Al-Hasan Ibn al-Haytham, desarrolló la óptica y las primeras nociones teóricas sobre la luz; el persa Abu Raihan al-Biruni calculó la circunferencia de la Tierra con casi 1% de error; y en el siglo XI el cirujano Avicena publicó su “Canon Médico”, que sirvió de manual para los médicos tanto de Oriente como de Europa. Fue la época en que el astrónomo Ibn Yunus, el historiador de las religiones Ibn Hazm, el filósofo y poeta judío Avicebrón, y el filósofo y pensador de la antigüedad islámica, el español Averroes (1126-1198), estudioso de Aristóteles, ejercieron un poderoso impacto en Occidente[6].


Sin embargo, aquel valioso intercambio científico y cultural fue mitigándose con la decadencia de los Abásidas, cuya dinastía fue presa de guerras dinásticas. En el siglo XI el Califa abasí solicitó ayuda a unas tribus turcas, conocidas como los “Selyúcidas”, procedentes de Asia Central, quienes conquistaron Bagdad en 1055. Su jefe, llamado Tugril Beg, se proclamó “Rey de Oriente y Occidente”, finalizando con el clima de relativa tolerancia impuesto por los Abásidas. Tremendamente desconfiados con aquello que no estaba escrito en el Corán, los turcos descuidaron los centros de saber e interrumpieron el intercambio científico y académico con las otras culturas, concentrándose en la expansión militar, principalmente hacia Siria, puerta del Asia Menor, Palestina y Constantinopla, el último reducto cristiano. Fue precisamente Tugril Beg quien decretó la interrupción del acceso de los peregrinos cristianos a los Santos Lugares, precipitando la acción armada de Occidente.

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