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sábado, 31 de mayo de 2014

La mayoría de los que ocuparán escaños en el Parlamento Europeo son conformistas que no sueñan con guerras


Europa después del "terremoto" electoral

por James Neilson


Algunos alarmistas parecen creer que Europa está por retroceder un siglo, que una vez más se verá transformada en un campo de batalla para un sinnúmero de nacionalistas pendencieros. Por ahora cuando menos, los pesimistas exageran. Si bien entre quienes obtuvieron más votos que antes en las elecciones paneuropeas de la semana pasada hay muchos sujetos de antecedentes truculentos, la mayoría de los que ocuparán escaños en el Parlamento Europeo son conformistas que no sueñan con guerras, depuraciones étnicas, campos de concentración y todos los demás aportes de sus mayores a la civilización.

Asimismo, entre los descalificados como ultraderechistas, para no decir fascistas, se encuentran personajes nada peligrosos como Nigel Farage, un hombre que recuerda con nostalgia una versión bucólica de su país; quisiera reencontrar el Reino Unido de su emblema partidario, la libra esterlina, con sus chelines, peniques y otras rarezas, que existía antes de que funcionarios extranjeros de ideas contundentes abolieran tales antigüedades. Puede que oponerse así a la fría modernidad bruselense sea lamentable, pero sería excesivo comparar lo que tiene en mente Farage con el desafío planteado por agrupaciones netamente neonazis como Crisi Avgi, el "Amanecer dorado", de Grecia, los antisemitas del Jobbik húngaro o el Frente Nacional de la francesa Marine Le Pen que, no obstante sus esfuerzos por darle una imagen respetable, dista de haberlo librado de todos los elementos fascistas que fueron recogidos por su padre, el exparacaidista Jean-Marie Le Pen.

Si los que votaron por candidatos que a juicio de los biempensantes son populistas reaccionarios de ideas venenosas tienen algo en común, es el temor a que su propia aldea, ciudad, país o continente ya no les pertenezcan, que su destino esté en manos de tecnócratas más interesados en esquemas abstractos que en la vida de personas "normales". El rencor que sienten puede entenderse. A ningún argentino le gustaría que un burócrata norteamericano o chino, digamos, lo obligaran a modificar radicalmente su estilo de vida. La distancia emotiva que separa a un alemán de un griego, a un italiano de un luxemburgués, es tan grande que resulta lógico que se haya difundido por el continente la sensación de que una camarilla de ideólogos cosmopolitas se cree con derecho a tratar como cobayos a los demás europeos.


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