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sábado, 10 de enero de 2015

En Paris una insólita experiencia hace proclamar a un ateo: «Dios existe, yo me lo encontré»


CENTENARIO DEL NACIMIENTO
DE ANDRÉ FROSSARD


Uno de los escritores y periodistas más destacados del siglo XX ha dejado como principal legado a su país, Francia, el insólito testimonio de su conversión. André había sido educado en el ateísmo por su padre, Ludovic Oscar Frossard, primer Secretario General del partido comunista, además de diputado y ministro durante la tercera República en Francia.

«Mi padre –cuenta el propio André- era el secretario general del partido socialista. Yo dormía en la habitación que, durante el día, servía a mi padre de despacho, frente a un retrato de Karl Marx, bajo un retrato a pluma de Jules Guesde (socialista que colaboró en la redacción del programa colectivista revolucionario) y una fotografía de Jaurès. Karl Marx me fascinaba. Era un león, una esfinge, una erupción solar. Karl Marx escapaba al tiempo. Había en él algo de indestructible que era, transformada en piedra, la certidumbre de que tenía razón. Ese bloque de dialéctica compacta velaba mi sueño de niño. (...)»

Pero el hijo de Oscar llegaría a ser con los años un afamado escritor y periodista que contaría las circunstancias de su transformación radical, en el libro testimonial Dios existe, yo me lo encontré, reconociendo allí el limitado alcance de las palabras para transmitir la riqueza y profundidad de un hecho extraordinario.

Ajeno al cristianismo

El cristianismo era una experiencia ajena en la educación de André Frossard; aunque tuvo una abuela judía y una madre, con la que estaba muy unido, que había tenido una infancia en el luteranismo. Pero nada significaban para él ni a sus padres, las campanadas de las iglesias cercanas, escuchadas en las Navidades de su infancia; aunque todos en su casa se vestían con traje de domingo… «para no ir a ninguna parte».

«Éramos ateos perfectos -puntualiza André en su libro antes citado-, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita roja. Su celo no hacía más que prolongar en vano un debate cerrado mucho tiempo atrás por la razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema. (...)»

Por eso es insólito e impactante lo sucedido a las cinco y diez de la tarde del lunes 8 de julio de 1935, en la capilla de Adoración del pequeño monasterio Sœurs de l’Adoration Réparatrice situado hasta hoy en el número 39 de la calle Gay-Lussac, en pleno Barrio Latino de París.

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