por Fernando Ocáriz
Conferencia pronunciada por Mons. Fernando Ocáriz −vicario general del Opus Dei− en el congreso celebrado en Roma, del 12 al 14 de marzo, con ocasión del centenario del nacimiento de Mons. Álvaro del Portillo
En la apertura de este congreso, S.E. Mons. Javier Echevarría, presentando al Venerable Álvaro de Portillo como fiel sucesor de San Josemaría, ha desarrollado ya la sustancia de la herencia espiritual que nos ha dejado don Álvaro. Mons. del Portillo, en efecto, no buscó en ningún momento dar una impronta personal al Opus Dei, sino que procuró ser plenamente fiel, en todo, a Dios y a la Iglesia siguiendo el espíritu de San Josemaría. Esta ha sido su propia y verdadera herencia espiritual: el ejemplo de una fidelidad inteligente, libre e indiscutida; una fidelidad en la continuidad.
Querría detenerme, por tanto, sólo en un aspecto concreto, que aparentemente no es central en esta fidelidad: don Álvaro fue un hombre que tenía paz y daba paz. San Josemaría, siendo aún sacerdote joven, experimentó en sí mismo, con sorpresa, la dote de ser hombre de paz, como se lee en un apunte suyo del año 1933: "Creo que el Señor ha puesto en mi alma otra característica; la paz; tener la paz y dar la paz, según veo en las personas que trato o dirijo"[1].
La esencia de la paz: Ipse (Christus) est pax nostra (Ef 2, 14)
La noción de paz encierra una variedad notable de significados análogos. Mons. del Portillo recordaba a menudo la expresión agustiniana, según la cual la paz es la tranquillitas ordinis[2], la tranquilidad del orden. Pero habitualmente se refería a una paz –tranquilidad y orden– no sólo natural, sino a aquella paz que tiene su raíz sobrenatural en la unión del alma con Dios: "Cuando nuestra alma está ordenada a Dios, como un mar en calma, se experimenta el gaudium cum pace, el gozo y la paz: una alegría que se contagia a los demás"[3]. La paz personal se edifica sobre la unidad de vida, que elimina las divisiones interiores del hombre; una unidad que sólo puede edificarse sobre la ordenación a Dios de todas las dimensiones de la persona. Don Álvaro −siguiendo fielmente también en esto a San Josemaría−, decía, por ejemplo, que "la unidad de vida lleva a no separar el trabajo de la contemplación, ni la vida interior del apostolado; a hacer compatible la realización de una tarea científica absorbente con una fe personal y vivida; a descubrir −siendo dóciles al Espíritu Santo, y en particular a los dones de ciencia y de sabiduría− la presencia y la acción de Dios en todas las realidades terrenas, desde las más encumbradas hasta las que parecen más humildes"[4].
En el Nuevo Testamento, la paz está muy presente −en todos los libros excepto en la primera carta de San Juan−, sobre todo como una realidad donada por Cristo, que el mundo no puede dar (cfr. Jn 14, 27). Podemos decir que esta paz es el mismo Cristo que se entrega a nosotros. En este sentido, Mons. del Portillo citaba a veces la expresión paulina: "Ipse est enim pax nostra (Ef 2, 14), Él es nuestra paz"[5], porque Cristo nos ha reconciliado con el Padre (cfr. Rm 5, 10), nos ha ordenado a Sí mismo y nos ha unido como hermanos. "Él es la misma Alianza, el lugar personal de la reconciliación del hombre con Dios y de los hermanos entre sí"[6], ha escrito Papa Francisco.
El sentido literal de Ef 2, 14 −"Él es nuestra paz"−, como indica el contexto inmediato, se refiere a la paz entre judíos y cristianos que Cristo ha hecho abatiendo el muro de la separación entre ellos[7]. Sin embargo, en un contexto más amplio, el abatimiento del muro de separación coincide con la inserción de los judíos y los gentiles en un único cuerpo, que es el cuerpo de Cristo. Así pues, de una parte, la paz está unida a la reconciliación con Dios, a la justificación (cfr. Rm 5, 10 s) y, por tanto, a la gracia de la adopción filial. "Tener la paz" es "tener a Cristo", identificarse con Cristo, ser ipse Christus, según la expresión de San Josemaría[8], que don Álvaro recordaba muchas veces. Por otra parte, quien está unido a Cristo nuestra paz, debe abatir los muros de separación, ser "pacífico", operador de paz, característica propia de los hijos de Dios, según las palabras del Señor: "bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios" (Mt 5,9).
En sus escritos, don Álvaro considera frecuentemente la relación entre el sentido de la filiación divina y la paz del alma. "El conocimiento de que somos hijos muy queridos de Dios −escribía en una carta pastoral− nos moverá poderosamente (...). Y como dote inseparable de este don preciosísimo, viene al alma el gaudium cum pace, la alegría y la paz"[9]. Esta pertenencia de la paz a la conciencia de fe de ser hijos de Dios, no era sólo una doctrina, sino también una realidad viva en la existencia de Mons. del Portillo, como recordaba el cardenal Palazzini: "De su saberse hijo de Dios surgían, también en las circunstancias humanas más difíciles, aquella paz y aquella alegría que muchos han señalado como la característica más sobresaliente de su persona. Ante las contrariedades o los peligros, sabía abandonarse confiadamente en Dios y de este modo conservaba una calma inalterable"[10].
Don Álvaro, "hombre que tiene la paz y da la paz"
Mucha gente experimentó, en la persona de Mons. Álvaro del Portillo, la característica de tener la paz y dar la paz. El Decreto de la Congregación de las Causas de los Santos sobre la heroicidad de sus virtudes lo afirma con las siguientes palabras: "Era hombre de profunda bondad y afabilidad, que transmitía paz y serenidad a las almas. Nadie recuerda un gesto poco amable de su parte, un movimiento de impaciencia ante las contrariedades, una palabra de crítica o de protesta por alguna dificultad: había aprendido del Señor a perdonar, a rezar por los perseguidores, a abrir sacerdotalmente sus brazos para acoger a todos con una sonrisa y con plena comprensión"[11]. En su biografía aparecen, en efecto, muchos ejemplos en este sentido[12]. Recuerdo que una vez, durante una reunión de trabajo en el Vaticano, uno de los participantes contradijo con total falta de cortesía −por no decir de modo ofensivo− la opinión expuesta poco antes por Mons. del Portillo. Él respondió a esa persona con tal paz, delicadeza y serenidad, que otro de los presentes en aquella reunión comentó luego que aquel día se había dado cuenta de la santidad de don Álvaro.
Los testimonios escritos sobre don Álvaro como hombre de paz son también numerosos. Por ejemplo, Mons. Tomás Gutiérrez, entonces Vicario regional del Opus Dei en España, que tuvo una relación muy estrecha con don Álvaro durante mucho tiempo, atestiguaba que "Una de las características fundamentales del Siervo de Dios, era la de tener paz y dar paz. Por lo tanto, era un verdadero ejemplo ver cómo ante cualquier contrariedad, cualquier noticia más o menos dolorosa, en circunstancias en las que normalmente uno reacciona con enojo, siempre reaccionaba con sentido sobrenatural, poniendo en las manos de Dios todo lo ocurrido"[13]. Y el Rev. José Luis Soria, que vivió bastantes años en la sede central del Opus Dei, junto a San Josemaría y al Venerable Álvaro del Portillo, escribió que "una de las cosas que más llamaban la atención en la personalidad y en la vida de Mons. del Portillo era su serenidad, su paz interior. Tenía paz y daba paz"[14].
También yo pude experimentar lo mismo. Especialmente en los años 1992-1994, estuve frecuentemente con don Álvaro en el despacho donde trabajaba habitualmente, siempre que me llamaba para preguntarme algo o hablarme sobre algún tema, normalmente relacionado con mi trabajo en la Curia prelaticia del Opus Dei. Siempre experimenté que un simple intercambio de algunas palabras con él infundía en mi alma paz y alegría. Además, puedo decir que nunca vi a don Álvaro abatido, triste o de malhumor, y ni siquiera le oí una queja sobre sus sufrimientos personales.
No hay duda de que esta característica suya −tener la paz y darla paz− era consecuencia de su unión con Dios, de su fe en el amor providente de Dios por nosotros. La afirmación de San Juan sobre esta fe (cfr. 1 Jn 4, 16) es, según Benedicto XVI, “una formulación sintética de la existencia cristiana"[15]. Siendo la fe en el amor de Dios el fundamento de la esperanza (cfr. Hb 11, 1) y raíz de la caridad (cfr. Rm 5, 6), informaba la vida de oración de don Álvaro y su unión a la Cruz de Cristo. En este sentido se expresaba el cardenal William Baum, recordando sus encuentros con Mons. Del Portillo: "En aquellos encuentros me quedó siempre la impresión de encontrarme frente a un hombre profundamente unido a Dios, en quien las dotes humanas de bondad, amabilidad, serenidad, paz interior y exterior, eran la demostración tangible de la riqueza de su vida espiritual. Junto a Mons. Álvaro del Portillo se percibía la realidad de una oración muy profunda, de una fe que impregnaba toda su vida"[16].
"Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios" (Mt 5, 9). La conexión, a la que ante me he referido, entre "tener la paz" y el sentido de la filiación divina, se extiende por así decir a la relación entre esta filiación divina y el "dar la paz", el ser operadores de paz.
Resulta interesante hacer notar que "dar la paz", en don Álvaro, junto a una actitud de benevolencia hacia los demás, incluía también el ejercicio de la fortaleza, sobre todo cuando era necesario exigir o corregir a otras personas. Así se expresaba don Álvaro en una carta a los fieles del Opus Dei: "Necesito recordaros también que ser sembradores de paz no significa que hayamos de transigir ante cualquier suceso o conversación, que vayamos a quedarnos parados, para no molestar, cuando otros siembran la cizaña del pecado. Al contrario, hijos míos: trataremos, con santa intransigencia, de ahogar el mal en abundancia de bien, como decía nuestro Padre, precisamente para que reine la verdadera paz entre los hombres de este mundo nuestro"[17].
Era una realidad vivida por don Álvaro: dar paz también cuando exigía o corregía a alguien. Mons. Amadeo de Fuenmayor recordaba que "tenía la cualidad de saber decir las verdades sin herir, conjugando la verdad con la caridad, la fortaleza con la dulzura"[18]. También yo puedo testimoniar personalmente que he sido corregido por don Álvaro, en una ocasión de modo enérgico, y de haber experimentado −también en aquella circunstancia− la paz que difundía.
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