El espejismo del califato baña en sangre
al mundo islámico
por Riccardo Redaelli
Marx no querría que parafraseáramos su famosa frase, pero la verdad es que “un fantasma recorre Oriente Medio: el fantasma del califato”. Y en este caso se trata propiamente de un fantasma de la historia, puesto que el califato es la forma política por excelencia del islam desde sus orígenes.
Muerto el profeta Mahoma, la umma (la comunidad de los creyentes) decidió, tras duras discusiones, confiarse a un Vicario (khalifa en árabe, para nosotros califa), que debería guiar el imperio árabe-musulmán naciente, tanto desde el punto de vista político como religioso, aunque privado de poderes sobrenaturales o teológicos. Un hombre normal, en definitiva, que tenía la tarea de dirigir a los combatientes y guiar la oración.
La historiografía islámica considera el periodo de Muhammad y de los cuatro califas “rectamente guiados” (622 -661 d.C.) como la edad de oro del islam, aunque hay quien señala –con cierta malicia– que de aquellos cuatro guías, tres terminaron siendo asesinados. El último fue Ali, primo y yerno de Mahoma, casado con su adorada hija Fátima. Por defender el derecho exclusivo de Alí y de sus descendientes a suceder al Profeta como imán, los chiítas se separaron de la mayoría suní, generando una división que aún hoy sufre el mundo islámico.
Después de Ali, vinieron los califatos Omeya (661-750) y el larguísimo periodo Abasí (750-1258), cuyo califa más famoso, Harun al-Rashid, aparece en los cuentos de “Las mil y una noches”. Pero antes de su desaparición a manos de los mongoles, que eliminaron a los últimos abasidas durante el saqueo de Bagdad, el califato se había convertido en una cáscara vacía, sin un poder real. Desde entonces no volvió a haber una guía unitaria, ni siquiera formal, de la umma.
No fue hasta después de la Primera Guerra Mundial cuando Mustafa Kemal Ataturk pensó en convertir al depuesto sultán otomano en el nuevo califa, transformando así su poder político en guía religiosa o, según una interpretación más cínica, para encontrarle una ocupación al depuesto soberano. Pero fue un experimento fallido en pocos años.
Un siglo de nacionalismos fracasados
Durante todo el siglo XX, el califato fue tan solo una hipótesis académica, privada de cualquier perspectiva política. Por lo demás, ese fue el siglo de los estados nacionales y del crecimiento, a veces perjudicial, de un nacionalismo celoso de sus fronteras y lleno de sospechas hacia cualquier idea supranacional (como bien sabemos los europeos). Oriente Medio se rediseñó malamente en 1918 con la creación de estados frágiles que debían servir para saciar los apetitos coloniales de Francia y Gran Bretaña, más que para encontrar soluciones racionales a la maraña de personas, etnias y religiones de aquella región.
No es de extrañar, por tanto, que la idea de estado-nación diera a luz guerras, golpes de estado, movimientos independentistas, sin que Oriente Medio pudiera hallar su estabilidad. La decepción que siguió a la independencia de las potencias coloniales y el fracaso de muchos regímenes revolucionarios, militares, socialistas, panarabistas, que nacieron y cayeron en varios estados regionales favorecieron el emerger de los movimientos islamistas, que se encontraron en una situación paradójica: por un lado, según la tradición, rechazaban la idea de nación, percibida como una contaminación europea; por otro, se encontraban actuando dentro de estados propios, adoptando agendas políticas cada vez más nacionales. Es el caso, por ejemplo, de la Asociación de los Hermanos Musulmanes, el famoso movimiento del islam político, nacida en Egipto en 1928 y luego difundida por todo el mundo árabe. Como se ha demostrado en estos últimos años con las Primaveras árabes, los Hermanos Musulmanes se mueven como partidos políticos que actúan a nivel nacional, tratando de gestionar el poder en los estados. De hecho, se han adaptado a la idea nacional.
El retorno del mito califal
Quien, por el contrario, ha rechazado siempre esta lógica ha sido el activismo islámico violento, que propugnaba la yihad global, interpretada primero por la Al-Qaeda de Osama Bin Laden y luego por la multitud de grupos yihadistas inspirados en el al-qaedismo. Rechazando toda contaminación occidental y favoreciendo una lucha total contra los enemigos del islam, la dimensión nacional era para ellos evidentemente contraproducente, tanto más porque estos movimientos viven del apoyo de voluntarios que proceden de todo el mundo (no solo islámico, dado el creciente peso del yihadismo europeo y americano).
La vieja idea del califato ofrecía así una solución pacífica fácil y no comprometedora: permitía deslegitimar a los líderes a combatir, ya fueran presidentes laicos como Hosni Mubarak en Egipto o Bashar al-Assad en Siria, o monarcas como los “jeques de los petrodólares”. A nivel doctrinal, el califato respondía perfectamente a la obsesiva necesidad de varios ideólogos del yihadismo de retornar al verdadero islam de los orígenes. Además, políticamente comprometía a poco, puesto que anhelar la reunificación de toda la umma islámica, de Marruecos a Indonesia, pasando por Europa y África central, era un sueño tan alejado de la realidad que no suscitaba tensiones entre las distintas etnias ni discusiones políticas.
Un proyecto que va de Iraq a África
La historia de estos últimos años parece relanzar esa visión transnacional.
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