El encanto de la palabra democracia
La Iglesia es un contramundo en el mundo y el logos juánico, enfrentado al logosnaturalista había comenzado a desdivinizar el mundo. Entre los frutos de la desmitificación se cuentan por ejemplo la ciencia y la técnica modernas. Max Weber llamó “desencantamiento del mundo” a su desdivinización atribuyéndolo a la secularización, concepto que se presta a la confusión, pues se trata más bien de la laicización de lo natural, consustancial con cristianismo y la Iglesia -”dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”-, distinguiéndolo de lo sagrado. El laicismo de laos, pueblo, no es anticristiano, todo lo contrario, pero las ideologías se han apoderado del concepto para oponerlo a la religión y a lo sacro, considerándolos enemigos a batir, lo que podría estar tal vez justificado en el caso de las religiones naturalistas.
La causa es que al mundo le encanta el logos naturalista, y éste retornó con mitos que empezaron a sustituir los antiguos, vinculados a las extinguidas religiones paganas, por mitos políticos vinculados en buena medida a la ciencia y a la técnica. La política comenzó a sustituir a la religión en la vida colectiva, la politización a reencantar el mundo y, con el tiempo, la palabra democracia se convirtió en el logotipo de una nueva religión enteramente secular, de este mundo y para este mundo.
Podría decirse que la democracia religiosa aspira a ser la única religión universal, compitiendo para ello con el universalismo cristiano, que la acepta pasivamente, y el musulmán, al que solivianta, y, por supuesto, con las demás religiones. Lo sugería inconscientemente Francis Fukuyama en su famoso artículo de 1989, el año en que cayó el muro de Berlín y con él el socialismo soviético, una de las confesiones más potentes de esa religión: «la universalización de la democracia liberal es la última forma del gobierno humano», decía Fukuyama.
Los intérpretes auténticos de la ley moral universal no son los intelectuales ni los profesores de ética sino las religiones, y la palabra democracia se emplea tanto como sinónimo de lo que la política considera bueno, moral, como para anatematizar lo que es malo o inmoral según esa religión política basada en la opinión de las mayorías que, cohesionadas por el sacerdocio universal de los demócratas, deciden qué es bueno y qué es malo. La opinión pública -o la publicada o la manipulada, pues tiene sus pastores- es, pues, la fuente de las verdades de la religión democrática, cuya dogma fundacional reza -Rousseau dixit- que la opinión de la mayoría -sociológicamente la de las minorías que la pastorean- constituye una verdad irrefutable.
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