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viernes, 5 de junio de 2015

STALIN Y EUROPA DEL ESTE, 1944-1956 - Cómo se impuso el comunismo en Europa central.


Control total

por László Erdélyivie

Se sabía que el estalinismo se había instalado en los países de Europa del Este luego de la Segunda Guerra. Pero sin más detalles. La historiadora británica Anne Applebaum revela un proceso aterrador y sorprendente.




NO ES fácil comprender cómo es la vida bajo un régimen totalitario extremo, y más para los habitantes de esta pequeña república llamada Uruguay, donde cada ciudadano goza de una autonomía real, palpable, consolidada.

Los ejemplos recurrentes son la Alemania nazi y la Unión Soviética estalinista, ambos totalitarismos modélicos. Pero en Europa del Este luego del final de la Segunda Guerra, entre 1944 y 1956, también se dieron totalitarismos extremos, aunque poco se sabe de ellos.

Alemania, Hungría, Polonia, Bulgaria, Rumania, Checoslovaquia y Bulgaria no pertenecían a la órbita de influencia soviética. Por esos caprichos de la Historia quedaron dentro de ella por los acuerdos de Yalta entre las potencias aliadas victoriosas. Esos países europeos poseían cultura, sociedad civil, instituciones e incipientes experiencias democráticas más avanzadas que las de la U.R.S.S. Pero el líder soviético José Stalin, una vez que los tuvo en su redil, quiso a esos países comunistas. Como el suyo.

La instalación de esos regímenes es lo que estudia con notable rigor la investigadora Anne Applebaum en el libro El telón de acero, La destrucción de Europa del Este 1944-1956, relato de la exportación del estalinismo a países vecinos durante un período de casi una década donde los comunistas soviéticos —con ayuda local— eliminaron de forma letal todo vestigio de sociedad civil autónoma.

LA MIRADA AMPLIA.

El mundo sabe de esos años por las fotos blanco y negro del levantamiento de Budapest en 1956. En el cuadro aparecía en primer plano un civil joven, portando una piedra o una ametralladora, con gesto desafiante. Era el símbolo puro, casi poético, de la libertad. Más al fondo, casi fuera de cuadro, aparecían tanques. Y sobre ellos soldados rusos rubios, muy jóvenes, con rostros tensos. Eran el símbolo de la opresión.

Esas postales, muy emotivas, no contaban toda la verdad. Ocultaban, por razones que Applebaum señala, un proceso histórico complejo y de complicidades incómodas. Por ejemplo, la sistemática y extensiva destrucción previa que provocó el nazismo en gran parte del planeta que aplastó etnias, naciones, arrasó culturas y devastó instituciones. Sólo que en ningún lado lo hizo como en la Unión Soviética. El soldado alemán invadió Ucrania y Rusia en 1941 sintiendo que era racialmente superior al eslavo, al que nunca trató como ser humano ni a él, ni a sus mujeres, ni a sus hijos. Cuando pudo los eliminó, los torturó y los humilló, por millones.

El Ejército Rojo, tras convertirse en una máquina de guerra imparable, los echó de su país e ingresó luego a Europa deseando venganza. Un testigo privilegiado de ese período, que Applebaum destaca, es el escritor ruso Vasili Grossman, por entonces corresponsal de guerra soviético. Presenció una fila de niños rusos que regresaban caminando hacia su país tras finalizar el cautiverio alemán. Un grupo de soldados y oficiales soviéticos los miraban a la cara. Eran padres que buscaban a sus hijos. Señala Grossman: "Un coronel permaneció allí durante varias horas, erguido, con gesto severo y expresión sombría. Regresó a su coche al anochecer; no había encontrado a su hijo".

El odio convierte a los hombres en bestias, y como tal entraron en cada pueblo y ciudad de Hungría y Alemania. Luego de las balas y los cañones se escucharon los gritos de terror de las mujeres. La violación sistemática por parte de la tropa rusa fue extensiva en Hungría, y sistemática en Alemania. El saldo: decenas de miles de mujeres embarazadas, asesinatos, suicidios, e hijos no deseados en cifras imposibles de verificar. Algunos decretos oficiales de la época son reveladores. En febrero de 1945 el Comité Nacional de Budapest suspendió la prohibición de abortar, sin dar motivos. En 1946, el Ministerio de Bienestar Alemán aconsejó considerar como "niños abandonados a todos aquellos nacidos entre 9 y 18 meses luego de la liberación".

El terror y la vergüenza se instaló, y permaneció sordo. Los comunistas locales, que ayudaron a instalar los nuevos regímenes, comprendieron el impacto político y psicológico de este hecho. El horror, que no podía ser comentado de forma abierta, se abordó de forma pública una sola vez. Fue en 1948 en una excepcional reunión multitudinaria en la Casa de la Cultura Soviética de Berlín, una asamblea donde se habló en forma bastante libre durante dos días. El tema: el malestar general de la población alemana con el comportamiento del ocupante Ejército Rojo. Hasta que comenzaron a hablar las mujeres, siempre con eufemismos, sin mencionar la palabra violación. Pero todos sabían. El clima era tenso, cargado de emociones. Algunos lo justificaban afirmando que la brutalidad alemana engendró la rusa. Hasta que intervino un oficial soviético. Dijo que su país había sufrido mucho con los nazis, y que el soldado ruso no llegó a Berlín como turista, o como invitado. "Dejó atrás miles de kilómetros de territorio soviético abrasado". La discusión finalizó. "No había respuesta a ese argumento" dice Applebaum.

Y agrega: "Con el tiempo, se hizo evidente que esa combinación curiosa de emociones —miedo, ira, vergüenza, silencio— ayudó a sentar las bases psicológicas para la imposición de un nuevo régimen".

INTERÉS HISTÓRICO.

El período 1944-1956 fue poco abordado por la historia. Hannah Arendt, autora de Eichmann en Jerusalén, Un informe sobre la banalidad del mal, llegó a afirmar que ese período "carecía de interés histórico". Para Applebaum, sin embargo, es excepcional pues explica como ninguno la mentalidad soviética, sus metas y motivos, sus paranoias y fracasos.
El telón de acero se centra en tres países, Alemania, Hungría y Polonia, porque en ellos tuvo características diferentes. El primer período dura hasta 1948 cuando se dan elecciones democráticas (aunque "había pocos liberales por entonces", recalca la autora), donde los partidos comunistas locales no logran popularidad y son derrotados. Siguiendo directivas de Moscú poco a poco los comunistas van tomando el poder con el apoyo del Ejército Rojo, y de una institución que se instala apenas que finaliza la guerra: la policía secreta. Ésta asesinó de forma selectiva a cualquier opositor en potencia, o deportó a Siberia a miles de forma no tan selectiva. En realidad cualquiera que no fuera comunista era, por definición, sospechoso de ser espía extranjero.
Esa política represiva creció e hizo necesaria la instalación de campos de concentración locales. Por cuestiones prácticas se reutilizaron los que estaban en pie: Dachau, Buchenwald, Sachsenhausen y Auschwitz, entre otros, todos antiguos campos de exterminio nazi que se reconvirtieron al sistema soviético de prisiones. Applebaum aclara que no eran campos de exterminio, "pero eran sumamente letales". Sólo en Alemania del Este los campos tuvieron 150 mil encarcelados, de los cuales la tercera parte había muerto por inanición o enfermedad para 1953.

También ejercieron el control inmediato de radios, persiguieron cualquier organización independiente civil o religiosa —sobre todo las juveniles—, e implementaron la limpieza étnica. Doce millones de alemanes étnicos que vivían en Polonia, Checoslovaquia, Hungría y Rumania fueron deportados a Alemania, a pesar de que muchos vivían en esos países desde hacía generaciones. También se dieron deportaciones masivas en la frontera polaco-ucraniana, en la Ucrania soviética, o de húngaros sacados de Eslovaquia y de Rumania, por mencionar algunas. A todo esto se sumaron los millones de desplazados por la guerra que volvían desde todos los rincones de Europa a sus lugares de origen, entre ellos los judíos que sobrevivieron y buscaban lo que quedaba de sus casas, ahora habitadas por otros. Sobre todo en Polonia, esos retornos terminaron mal, y muchos judíos fueron asesinados, a lo que se sumaron brotes de antisemitismo como el del pueblo de Kielce, en Polonia (julio de 1946) donde una turba asesinó a 42 judíos en diferentes puntos del pueblo, e hirió a decenas más, apoyados por la policía y enardecidos por motivaciones antisemitas dignas del medioevo (un supuesto crimen de sangre). En marzo de 1945 el principal diario húngaro, el Szabad Nép, ya en manos comunistas, recomendó a los judíos que mostraran "comprensión" hacia los gentiles que ahora ocupaban sus apartamentos…

"Europa del Este era un lugar violento después de la guerra" señala Applebaum. "Resultaba peligroso ser funcionario comunista, peligroso ser anticomunista, peligroso ser alemán, peligroso ser polaco en un pueblo ucraniano o ucraniano en un pueblo polaco. También podía resultar peligroso ser judío". Demasiado miedo y rencor que Stalin aprovechó.

CULTO A LA PERSONALIDAD.

La gran virtud de El telón de acero es su método: evita las teorías generales y pone énfasis en lo concreto; aporta historias individuales y no las generalizaciones sobre las masas. Surgen múltiples enfoques, puntos de vista y datos que Applebaum, con sutileza, expone paso a paso. Sólo así se entiende la enorme complejidad de la instauración del estalinismo en su fase más dura, a partir de 1948. Procesos controlados hasta en sus mínimos detalles por un líder obsesivo, paranoico e implacable: José Stalin.

El líder soviético —buen poeta en su juventud— lideró la destrucción de los viejos regímenes, sus organizaciones civiles, su cultura, religión, deporte, alimentación, economía, comercio, enseñanza, ocio, para transformarlos en función de un ideal: la sociedad soviética perfecta, masificada, que contenía en su seno la unidad básica, el homo sovieticus. No se salvó ni la masonería ni el psicoanálisis, que apenas subsistieron en la clandestinidad. Todo fue ejecutado por líderes locales educados en Moscú que obedecían sin chistar y soportaban cruentas purgas internas.

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EL TELÓN DE ACERO, de Anne Applebaum. Debate, 2014. Barcelona, 704 págs. Distribuye Penguin Random House.

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