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jueves, 18 de septiembre de 2014

Con el siglo XVIII y el deísmo comienza el crepúsculo de Dios en la cultura europea


CUANDO DIOS SE ESCAPÓ DEL POLITEÍSMO

por Luis Fernández Cuervo

Con el siglo XVIII y el deísmo comienza el crepúsculo de Dios en la cultura europea y crece su oscurecimiento a lo largo de los siglos diecinueve y veinte.

La idea de Dios sufre a lo largo de la historia amaneceres, crepúsculos, mediodías y noches. Si creemos en las investigaciones del antropólogo alemán Martin Gusinde, los hombres más primitivos del mundo, los de la Tierra del Fuego, en la Patagonia suramericana, creían en un solo Dios creador de todo lo existente y se dirigían a Él con respeto y confianza para pedirle una buena caza o una buena pesca. Los creadores del Juramento Hipocrático, viviendo en una cultura mucho más desarrollada, con su lucidez para captar la dignidad de todo ser humano y el deber de respetar su vida, su cuerpo y su intimidad, sin embargo en su religión se mantenían todavía dentro de la mitología de innumerables dioses llenos de pasiones y conflictos humanos.

Pero será también, precisamente en Grecia, donde la filosofía irá separando el saber fundado en la razón de los conocimientos supersticiosos, mitológicos e irracionales. Está naciendo la ciencia y con ella también vuelve la idea de un único Dios que se aparta radicalmente de la caterva de los dioses olímpicos. La ciencia y Dios: un doble punto luminoso de la historia.

Para Aristóteles (384 a 322. a. JC), cumbre de la filosofía de ese tiempo y de siempre, Dios ya es “un ser sustancial, realmente existente, Acto puro, eterno, no sujeto a cambios de ninguna clase, por ello inmóvil, pero principio de todo movimiento, distinto de todo lo sensible, inmaterial, indivisible, impasible, inalterable, incorruptible, dotado de poder infinito, cerrado a todo lo exterior a sí mismo, que posee en grado sumo y con una plenitud inimaginable, la belleza, la inteligencia y la felicidad”. ¿Qué le falta a esa idea tan certera, pero fría?

Le falta ser un Dios no cerrado a todo lo exterior, sino abierto a todo lo creado y que adopte una actitud cercana y paternal hacia los hombres. Moisés lo descubrirá al acercarse a la zarza ardiente que misteriosamente no se consume. Cuando le pide a Dios cuál es su nombre, la respuesta será tremendamente metafísica: “Yo soy”. Es decir, el único que no debe a nadie su existencia, el único que es de un modo pleno y absoluto pero también el que le dice a Moisés: “Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”. Le explica que ha visto la aflicción de su pueblo en Egipto y que ha descendido “para librarlos de mano de los egipcios, y para sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel”.

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