Hablar con un agnóstico (I)
por Manuel A. Serra
Parece querer decir "como yo no he notado a Dios en mi vida, en mi búsqueda o en mis circunstancias, pues ha de ser que no exista".
Este argumento no tiene nada de filosófico
Si algo podemos compartir creyentes y agnósticos es, sin duda, la dificultad para acercarnos al misterio de Dios. Tal es su grandeza, su inmensidad, su inabarcabilidad, que hablar de dificultad puede, quizá, sonar hasta blasfemo a un creyente convencido; sin embargo, los años nos tienen que ayudar a ser comedidos con la realidad. Lo que para unos es motivo de alejamiento de Dios, para otros, en cambio, no es sino motivo de alabanza. Podría ayudarnos en este contexto la experiencia de San Pablo, o quizá la de San Agustín, por citar algunos casos tipo. ¿Quién se atrevería a sugerir siquiera que el acceso a Dios de almas tan inquietas como las citadas fue fácil? Sí, una vez hallado, bien pudieron decir “Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva (…) te buscaba fuera de mí, cuando en realidad Tú estabas ahí, en lo más hondo de mi ser” (Libro de las Confesiones, I.).
El que pretende circunscribir a Dios en su fe, o en sus reflexiones no sólo yerra, sino que además se aleja de los verdaderos teólogos cristianos, a cuya cabeza hemos de poner a Santo Tomás de Aquino. Éste, como tantos otros anteriores y posteriores, han intentado mostrar, viabilizar el acceso del hombre a Dios. Si cabe, algo más importante aún: mostrar un camino de preparación del propio hombre para dejarse encontrar por Dios. Quizá aquí se encuentra una de las dificultades más importantes de la comunicación entre filosofía y fe.
Mientras que la primera estudia y medita la apertura del hombre al misterio de la realidad, en cuya cima está Dios, la segunda, en cambio, es la humildad del corazón que sabe acoger y escuchar la Palabra y la acción de Dios en nuestra historia. Quizá una línea interesante de estudio estaría en descubrir cómo la razón humana, abierta-hecha a lo real, recibe con la gracia de la fe el totum de aquella cima que ella sola no puede escalar. Además, no sólo eso, es que sin la fe, la razón encuentra una coherencia parcial, pues ya quedó atrás el famoso problema dialéctico “natural-sobrenatural”. El acto creador es producido por la misma Inteligencia amorosa que, al darnos la existencia, pensó amarnos infinitamente hasta convertir, este amor eterno, en un cielo. Dicho de otro modo. El acto creador y la voluntad salvífica de Dios son partes de una unidad conservada en la misma Voluntad divina.
Así, pues, por mucho que esté bien que pensemos a Dios con nuestra razón, hay que matizar; y esto lo digo –reconozco- con la boca pequeña, porque no sé si yo mismo me creo lo que estoy diciendo, pero en conjunto el panorama parece ser así. Antes que nada hay que dejar a Dios manifestarse, inclusive la razón. El error quizá ha estado en sectorializar más de lo debido y hacer pésimas separaciones. Nos hemos acostumbrado a poner en marcha la razón haciendo como con un zumo de naranja: exprimir al máximo hasta que dé todo el jugo que pueda.
Pero olvidamos que la esa misma razón humana es ya criatura de Dios y, por tanto, si bien autónoma sólo en Su Creador tiene sentido. Es posible que en este momento estemos pasando como un tractor por encima de la arena. Un agnóstico leerá con dificultad estas líneas. Pero es que no es justo hablar de una razón humana cuya verdad consista en una consistencia ontológica totalmente sí misma e independiente. Y ello porque no sería verdad.
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