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domingo, 3 de marzo de 2013

La Procuradora General, señora Alejandra Gils Carbó... Muy suelta de cuerpo y como si ella viniera de un repollo, declaró que en la Argentina la justicia es corporativa, autoritaria, burocrática y oscurantista

Es probable que no haya justicia

por Rogelio Alaniz

Del señor Héctor Timerman puede decirse, a modo de apretada síntesis, que reúne todos los defectos de su padre sin ninguna de sus virtudes. 

A los que se sorprenden por su comportamiento como canciller, habría que recordarles que a la hora de evaluar sus conductas nunca se debe perder de vista que se trata del mismo personaje que en su momento, y en el pleno dominio de sus facultades, puso un diario al servicio de la dictadura militar. 

¿No cambió en estos últimos cuarenta años? Me animaría a decir que en lo fundamental, no. Y lo fundamental, en este caso, es cómo concibe este caballero su relación con el poder. 

Los militares no son lo mismo que los Kirchner, pero esa diferencia para el señor Timerman es un detalle, porque lo que importa en todos los casos es la fascinación por el poder, la necesidad o la pulsión por merodear en su entorno y beneficiarse de sus privilegios. Lo demás son detalles que a Timerman no lo distraen ni le hacen perder el tiempo.

A los que les llama la atención sus críticas a Israel, habría que recordarles que es la misma persona que en su momento se ofreció ante el gobierno de los Kirchner como la persona indicada para aceitar contactos con el lobby judío de Estados Unidos, gestión que los Kirchner consideraron interesante en aquellos días porque entonces estaban muy interesados en posar de occidentales y blanquear la relación con el imperio. 

Mención especial merece la singular sobreactuación del canciller en Ezeiza inspeccionando supuestas infiltraciones imperialistas en la Argentina. Después nos enteraríamos que esta súbita inspiración combativa era coincidente con la necesidad de presentarse como un ministro confiable para la viscosa diplomacia iraní, cuyos funcionarios, seguramente, deben de haberse regocijado internamente por disponer de un judío a su gusto y placer, una sensación no muy diferente de la que embargaba a los nazis cuando un “judenrat” o un “sondercommand” les rendía pleitesía y se les postraba a sus pies.

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