¿Son las finanzas una ‘estructura de pecado’?
Escrito por Gregorio Guitián
Scripta Theologica
A la luz de las crisis financieras de las últimas décadas, examinamos si el sistema financiero puede ser considerado como una estructura de pecado. Primero, exponemos lo que la Doctrina Social de la Iglesia y otras instancias han dicho sobre nuestra pregunta. La segunda parte abre una reflexión ética sobre algunos puntos sensibles: instrumentos financieros que han jugado un papel relevante en las crisis recientes (derivados y «hedge funds») y operaciones financieras, propiedad y responsabilidad moral. Proponemos prestar atención a los instrumentos y estructuras de alto potencial de imprudencia (HIPI y HIPS) y finalmente ofrecemos una respuesta
Introducción[1]
De tanto en tanto reaparece la asociación entre el mundo de las finanzas y las estructuras de pecado[2]. Este último concepto, que Juan Pablo II hizo famoso en «Sollicitudo rei socialis» (SRS), nos sitúa en un plano que trasciende al individuo y apunta a lo sistémico, institucional o social en términos amplios[3]. Se trata de la cristalización de los pecados personales en el tejido social; un modo de funcionamiento, una mecánica podría decirse, que perpetúa y extiende los efectos perniciosos de los errores personales. En palabras de Juan Pablo II, «la suma de factores negativos, que actúan contrariamente a una verdadera conciencia del bien común universal y de la exigencia de favorecerlo, parece crear, en las personas e instituciones, un obstáculo difícil de superar. (...) [Las estructuras de pecado] se fundan en el pecado personal y, por consiguiente, están unidas siempre a actos concretos de las personas, que las introducen, y hacen difícil su eliminación. Y así estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuente de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres (...) introduciendo en el mundo condicionamientos y obstáculos que van mucho más allá de las acciones y de la breve vida del individuo. Afectan asimismo al desarrollo de los pueblos, cuya aparente dilación o lenta marcha debe ser juzgada también bajo esta luz» (SRS 36 y 37).
Como decimos, esta idea reaparece en el contexto económico que atravesamos fatigosamente en estos años. Se impone una reflexión porque el papel que juega actualmente el sistema financiero es difícil de exagerar. En este trabajo volvemos sobre la cuestión de si el mundo financiero constituye una estructura de pecado a la vista de los acontecimientos de estos años. Nuestro punto de partida son algunas de las crisis financieras más relevantes de las últimas décadas, descritas muy someramente por la limitación del espacio disponible. Desde ahí presentaremos, también resumidamente, la posición de la DSI en relación con las estructuras de pecado y el mundo financiero. La tercera parte presenta nuestro análisis de la situación seguido de una conclusión. Adelantamos que no pretendemos dejar cerrada la cuestión y extraer todas las consecuencias de tipo institucional o personal pertinentes, sino ofrecer elementos para una reflexión posterior[4].
Las crisis de las últimas décadas
La enorme expansión de las finanzas tanto en número de operaciones como en volumen y circulación del capital se debe, entre otros factores[5], a los avances tecnológicos aplicados al procesamiento y transmisión de la información, así como al desarrollo de la ingeniería financiera, plasmada en modelos de valoración de productos y riesgos financieros a partir de conocimientos de matemáticas y programación. El avance tecnológico es un ingrediente muy importante de la globalización que hoy contemplamos, pues ha permitido la inmediata interconexión de los distintos mercados financieros del mundo. Todo ello ha hecho del sistema financiero una pieza realmente clave en el funcionamiento de la economía mundial. Se dice así que lo característico del momento presente es la financiarización de la economía, o también, que el nuestro es un capitalismo financiero. En este contexto, tras una revisión bibliográfica hemos seleccionado algunos episodios financieros significativos que muestran la fuerza del sistema financiero y también la conexión entre el mundo de las finanzas y las crisis económicas de los últimos años[6].
El 19 de octubre de 1987 una fuerte caída en el mercado de algunos países asiáticos distintos de Japón fue seguida por abruptas caídas en todo el mundo: primero en Europa, en Sudáfrica, después en Estados Unidos y México y después en Japón. Diecinueve de veintitrés grandes mercados internacionales sufrieron una caída superior al 20%[7].
Una década más tarde, en 1997, estallaba la crisis asiática, escenificada particularmente en Tailandia, un país que –como otros emergentes del sudeste asiático– pasó de recibir enormes flujos de capital desde el exterior, a sufrir una fuga de capitales con consecuencias catastróficas para el valor de su moneda y su actividad económica. Indonesia, que se había orientado a la exportación y acostumbrado a importar productos necesarios para la vida cotidiana, vio como el 80% de la población caía por debajo del umbral de pobreza[8]. Por su parte, Rusia contempló cómo su sector de energía y metalurgia reducía considerablemente las ventas a esos países asiáticos, lo cual, junto a otros factores internos importantes, desencadenó al año siguiente la crisis financiera rusa, que a su vez afectó a otros países de su órbita y aun a otros, como Brasil, con escasa relación[9]. El episodio de 1997 añade un elemento distintivo respecto al de 1987: la crisis financiera de un país –como el caso de Indonesia– da paso a serios problemas humanos y sociales.
Entre 1995 y 2000 se formó la conocida burbuja de Internet («dot-com bubble»), al hilo del desembarco en bolsa de empresas relacionadas con el incipiente fenómeno de Internet. La estimación de ingentes posibilidades de negocio en torno a esta nueva herramienta provocó una espiral de incremento del valor de las acciones de esas compañías. Durante esos años los índices de los mercados financieros norteamericanos experimentaron incrementos asombrosos batiendo records[10]. A partir de marzo de 2000, y particularmente durante 2001, hubo una estrepitosa caída tras una estimación más cercana a la realidad de las posibilidades de esos negocios, así como de otros acontecimientos relacionados con los tipos de interés[11]. Numerosas compañías cuya capitalización en bolsa era elevada no resistieron y desaparecieron[12].
Con los tipos de interés en unos niveles francamente bajos, se pusieron las bases para que el mercado inmobiliario e hipotecario norteamericano iniciara una espiral de crecimiento que llevaría a la crisis de las hipotecas subprime de 2007[13]. Cuando, después de sucesivos años de alzas, los precios de las viviendas comenzaron a bajar y el riesgo aparejado a las hipotecas laxamente concedidas dio la cara en un número suficiente de impagos, comenzó la crisis global que hoy conocemos. La extensión de la crisis se produjo por la confluencia de numerosos factores, pero entre ellos hay que destacar la gran difusión internacional de productos financieros muy opacos (cuyo sustrato eran, entre otros, las hipotecas que ahora comenzaban a fallar) y que sin embargo gozaban de la confianza de las entidades encargadas de calificar el riesgo a ellos asociado[14]. La incertidumbre creada por el desconocimiento del alcance real del impacto de esos activos tóxicos en los balances de las entidades financieras generó a su vez una desconfianza entre los bancos que ha terminado estrangulando el crédito a las empresas[15]. En esta última crisis, que todavía perdura, se ha vuelto a percibir con fuerza el efecto de una debacle financiera sobre la actividad económica real, con unas cifras de desempleo y de retroceso de la actividad productiva más que notables[16]. Con todo, hay que advertir que en el caso español la crisis norteamericana actúa como detonante de un proceso que se venía gestando hacía tiempo[17], pero de nuevo –y quizá como nunca– nos encontramos con una crisis de corte financiero que se ha traducido en problemas humanos y sociales serios, y además especialmente extendidos.
En este contexto hay que hacer mención de un fenómeno que, a tenor de los datos, ha revolucionado las finanzas desde comienzos de los años 70 y ha estado presente en los episodios críticos que acabamos de describir: los derivados financieros[18]. En cuanto instrumentos pensados para la cobertura de riesgo de oscilaciones de tipos de interés, de cambio, etc., por parte de empresas, bancos y otros agentes, los derivados implican una contrapartida que esté dispuesta a asumir esos riesgos y que tenga, por tanto, las expectativas contrarias. Los derivados nacieron como un servicio de aseguración (como una póliza de seguro muy específica) y también como una nueva ventana para la especulación financiera[19]. Los derivados son como las dos caras de una moneda: son una «oportunidad para correr apuestas razonadas o para librarse de un riesgo indeseado a un coste extremadamente bajo en un mercado eficiente y líquido»[20].
Según los datos del Bank for International Settlements, a finales de 2011 el valor nocional del mercado de derivados financieros negociados en mercados OTC ascendía a 648 billones de dólares («trillions», en su escala)[21]. Quiere esto decir que el mercado de derivados ha crecido enormemente, impulsado constantemente por la innovación, creando nuevos y más sofisticados productos que pudieran tener aceptación[22]. En ese sentido, Dembinsky considera que la cobertura del riesgo financiero ha sido uno de los productos mejor vendidos en el último cuarto del siglo pasado[23]. Como decía Emanuel Derman, físico que se dedicó durante años a la ingeniería financiera en Salomon Brothers y Goldman Sachs, «teníamos opciones para cada actitud»[24]. De este modo, en 2000 Steinherr podía afirmar que los mercados no organizados (OTC) de derivados «son con mucho los mercados financieros más importantes, relegando los mercados de bonos y acciones a un papel secundario»[25].
Una particularidad importante de los derivados financieros es la posibilidad de controlar, con una determinada cantidad de capital, una cantidad mucho mayor del subyacente al que se refiere el derivado (a veces es un 1% del valor implicado en el contrato). De ese modo se pueden hacer operaciones sobre cifras enormes del activo de que se trate. Hay quien llega a decir que «el capital especulativo puede hacer apuestas tan grandes (por ejemplo sobre una moneda específica) que influye y a veces determina el resultado de la apuesta»[26]. En ese sentido, la cuestión discutida es la influencia que tienen los mercados de derivados sobre los precios de los subyacentes a que se refieren. En cualquier caso, los derivados generan grandes movimientos de capitales, gracias también a las posibilidades informáticas al alcance, y por sus características propias, tienen gran impacto en la andadura de los mercados financieros: «la reciente historia financiera ha proporcionado una amplia evidencia de que el crecimiento de los mercados de derivados ha hecho que las crisis financieras sean considerablemente más virulentas, y que el rápido crecimiento y extensión del uso de derivados ha aumentado el riesgo de perturbaciones financieras»[27]. Sin embargo, hay que advertir que es cosa distinta que los derivados sean la causa de esas crisis[28].
En todo este proceso hay que señalar otro elemento importante, aunque no podemos desarrollarlo aquí en detalle. Nos referimos a la intervención de los poderes públicos en el proceso de financiarización de la economía: a través de leyes en un sentido desregulador[29](levantamiento de controles sobre actividades de la banca de inversión, liberalización de movimientos de capitales, eliminación de algunos coeficientes obligatorios, permitiendo la convergencia entre actividades de la banca tradicional y la banca de inversión y un largo etcétera); estableciendo reglas para los mercados, exigencias prudenciales flexibles para los intermediarios (por ejemplo, los distintos acuerdos de Basilea); permitiendo nuevos instrumentos, entidades, etc. También hay que destacar las intervenciones a través de políticas económicas[30], así como el papel de las entidades públicas en cuanto participantes en los mercados financieros (por ejemplo, los propios Estados que acuden a los mercados para emitir bonos, letras, etc., y así captar ahorros para financiar el elevado gasto que suponen todos los servicios que prestan). Este panorama muestra que a partir de los años 70 las finanzas han entrado en una nueva fase que, junto a una innegable aceleración de las economías, ha dado lugar a una situación más inestable, más sensible y globalizada por los procesos de integración e interconexión de mercados.
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