Empezando de nuevo con coraje y fe
Reunión del OP - Bolonia - 18 de septiembre de 2021
Quisiera comenzar mi breve intervención inspirándome en las palabras del título que nos han indicado: “Volver a empezar con valor y fe”. En la situación que todos hemos vivido y seguimos viviendo, muchos han utilizado la expresión “volver a empezar” y, además, en varios sentidos. A menudo se ha convertido en una expresión mágica de la que, al mismo tiempo, se ha abusado, con la que se pretende ocultar al menos una parte de la realidad, para que el “nuevo comienzo” se produzca en un sentido útil para quienes lo proclaman. Hemos escuchado muchas llamadas a empezar de nuevo y no siempre nos hemos reconocido en ellas porque son instrumentales. En esta conversación no entiendo la expresión “volver a empezar” en las acepciones que hoy están en boga y que son -repito- tendenciosas e interesadas. ¿Cómo debemos entender entonces este término?
Me ayudan las otras dos palabras del título: valor y fe. La valentía es una virtud. Platón, en la República, la define así: “Digo en todo tiempo porque, en efecto, el valor conserva siempre esta idea; y no la pierde jamás de vista, ni en el dolor, ni en el placer, ni en los deseos, ni en el temor. […] Esta idea justa y legítima de lo que es de temer y de lo que no lo es; esta idea, que nada puede borrar, es a lo que yo llamo valor” [IV, 442 b-c]. Platón nos dice que el valor, como cada virtud, está vinculada a la razón y, más concretamente, a la razón práctica, la cual es, sin embargo, una “extensión” de la razón teorética. Santo Tomás afirma que “la virtud es la que hace bueno al que la posee y a sus obras buenas” [S. Th., II-II, q. 123, a 1; cfr. S. Th., II-II, q. 47, a 4] y luego precisa que “el bien y el mal se dicen en relación con la razón” [S. Th., I-II, q. 18, a. 5, resp.]. Así pues, el primer resorte para comenzar es el uso de la razón, a la que hace referencia la virtud del valor. Nos lo indica el título de esta conferencia y estoy plenamente de acuerdo con esta sugerencia.
Sin embargo, la razón a menudo no puede solo con sus fuerzas. Dentro tiene un fuerte impulso porque cada hombre intenta de forma natural conocer, como decía Aristóteles en las primeras líneas de su Metafísica, pero ello implica esfuerzo, como enseñaba Heráclito en el siglo V a. C.: de hecho, él decía que la “verdad ama ocultarse”. Una de las grandes enseñanzas de Benedicto XVI es que la razón necesita la fe, no para convertirse en algo distinto, sino para ser razón hasta el fondo. Quienes admiten la posibilidad de una “filosofía cristiana” comparten este principio. Y esto es así porque la fe (cristiana), a su vez, “no se basa en la poesía ni en la política, esas dos grandes fuentes de la religión, sino en el conocimiento. […] En el cristianismo la racionalidad se convirtió en religión” [J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, Sígueme, Salamanca 2005, 149]. He aquí que el nuevo comienzo, además de basarse en la razón, debe basarse en la fe. Durante la pandemia hemos visto a la razón presentar argumentos de la fe y a la fe presentar argumentos de la razón, ya fueran verdaderos o supuestos: esto no funciona. Cada una debe seguir siendo lo que es, pero colaborando recíprocamente, como dice en un famoso pasaje la Caritas in veritate que retoma otros lugares análogos de Benedicto XVI.
He utilizado las palabras del título porque pretendo desarrollar mis reflexiones sobre el nuevo comienzo precisamente en esta línea de virtud, razón y fe.
Volver a empezar desde la conciencia
El comienzo deberá basarse, ante todo, en la conciencia. Como dice la Veritatis splendor, la conciencia es un “acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora” (n. 32). Debemos preguntarnos, de una manera realista, si en la actual situación político-sanitaria nos hemos preocupado realmente de alimentar el juicio de la conciencia personal. No es mi intención aquí hacer valoraciones partidistas, pero creo que es una obligación reconocer que, desde los intentos de persuasión subrepticia hasta la deformación de los datos informativos básicos, se ha hecho un gran esfuerzo para impedir que las conciencias expresen un juicio responsable. A menudo las decisiones han sido dictadas por la imitación, la obligación indirecta, la prisa, las palabras de un experto u otro, fiándose de lo que se haya escrito sobre el argumento, en el contexto de una miríada de informaciones confusas y contradictorias en las que a menudo la conciencia naufragaba. A este respecto debo añadir que también la Iglesia católica habría podido hacer más para proporcionar los instrumentos para un razonamiento personal, según la verdad y la libertad, capaz de analizar con orden los distintos niveles de lo que está en juego. Las conciencias han sido excesivamente bombardeadas por eslóganes, empujándolas así a valorar precipitadamente para acortar los tiempos que, en cambio, precisamente por este motivo se han prolongado.
Lo que estoy subrayando tiene una proyección a largo plazo también después del final de la pandemia, suponiendo que pueda acabar… Cuando la conciencia se adormece; cuando nos acostumbramos a resolver sin demasiado esfuerzo temas que, en cambio, son complejos; cuando discutimos entre nosotros, no con argumentos, sino con decisiones tomadas porque “he oído” o por motivos “partidistas”, los daños duran mucho tiempo porque este tipo de actitudes se repetirán en otros ámbitos de la vida social, debilitando sus motivaciones.
En su famoso libro de 1951, El poder, Romano Guardini había puesto de relieve el peligro que suponía separar el poder de la responsabilidad: “La progresiva estatificación de los acontecimientos sociales, económicos y técnicos, así como las teorías materialistas que interpretan la historia como un proceso necesario, significan, desde nuestra perspectiva, el ensayo de suprimir el carácter de la responsabilidad, y de desligar el poder de la persona” [El poder, Guadarrama, Madrid 1963, 26]. Guardini, en el mismo libro, advierte sobre un peligro que estamos viviendo actualmente, el del poder “anónimo”: “E incluso puede ocurrir que, detrás del poder, no esté ya una voluntad a la que puede apelarse, una persona que responda, sino una mera organización anónima” [Ibidem, 28], y parece que la acción pasa a través de las personas como simples eslabones de una cadena.
Estas notas sobre la conciencia tienen un impacto enorme sobre otra dimensión fundamental de un nuevo comienzo, en el que aquí no puedo profundizar por falta de tiempo. Me refiero a la educación y la escuela, que han sufrido una gran herida en este periodo, por lo que no podemos excluir que se empiece con importantes modificaciones en el modo de educar: podrán seguir el camino de una mayor centralización y planificación, o por una mayor responsabilidad educativa por parte de las familias y la sociedad civil.
Volver a empezar desde la razón
Las observaciones hechas sobre la conciencia nos dicen que para el nuevo comienzo la conciencia deberá apropiarse de nuevo de sus propias razones, reivindicar sus propios métodos y contenidos de razón y redescubrir la razón en toda su plenitud.
Ahora bien, redescubrir la razón en toda su plenitud significa volver a su estructura analógica, saber que tiene diversos planos que no hay que confundir entre ellos y aplicarlos todos de modo sinérgico pero cada uno en su lugar. Algo que, durante la pandemia, no ha ocurrido a menudo. Fijémonos, por ejemplo, en el papel llevado a cabo por la ciencia y los expertos y hagámoslo, repito, sin tomar parte por un frente u otro. Se observará fácilmente que la razón científica no ha sido utilizada por lo que es, es decir, con sus éxitos y sus límites. En algunos casos se ha exaltado la ciencia, yendo mucho más allá de la sabia humildad de muchos científicos, conscientes de su carácter de hipótesis, lo que conlleva que las conclusiones establecidas y las indicaciones proporcionadas por la ciencia sean relativas y nunca absolutas. En otros casos ha sido denigrada y acusada de complicidad con el poder político, el cual, por otra parte, hay que reconocerlo, la ha utilizado a menudo para sus propios fines, ocultándose tras la expresión “lo dice la ciencia”. Pero qué dice realmente la ciencia es algo que ha quedado en la oscuridad más completa. A pesar de todo, ha influido mucho en las decisiones personales y para muchas personas el juicio científico se ha convertido de inmediato en un juicio ético.
El plano empírico de la recogida de datos, el científico que debe informar sobre los contenidos científicos de las relativas decisiones tomadas, el plano ético de la valoración moral para el bien tanto personal como interpersonal; el nivel político dirigido a considerar al conjunto de la comunidad política para actuar por el bien común, sin limitarlo a lógicas partidistas, ya sean las de las industrias farmacéuticas o las de los empresarios o sindicatos, etc., son planos distintos entre ellos que, al mismo tiempo, están relacionados. Siempre es la razón la que actúa en ellos, pero por vía analógica. El nuevo comienzo deberá recuperar el interés por estas diferencias de ámbitos y, al mismo tiempo, por estas colaboraciones, de modo que todos cumplan con su parte y, al ejercer los motivos particulares, que sea la razón como tal la que prevalezca sobre el miedo, que siempre es un mal consejero y un instrumento fácil de control, sobre la confianza improvisada y no motivada, sobre la prisa o la necesidad.
Volver a empezar desde la fe
Por último trataré el tema de la fe con relación al nuevo comienzo. En mi opinión, la fe -hablo de la fe católica y no de una fe religiosa en general-, tiene la tarea de sostener, fortalecer, ayudar todo lo que he dicho hasta ahora: la conciencia, la educación, el uso correcto de la razón en sus distintos niveles, la política del bien común. Al ser la Iglesia la “Esposa del Logos”, no puede tolerar lo ilógico, lo absurdo, la contradicción, la confusión de planes, las arrogancias ideológicas y la acción de fuerzas “anónimas”. Sin embargo, todo esto debe hacerlo sin reducir nunca el problema a esos mismos niveles que pretende ayudar y evitando doblegarse a sí misma a esos niveles. Si lo hiciera renunciaría a su tarea de “salvarlos”, también en virtud de sus fines naturales. La fe ve todo desde la perspectiva de la perdición y la salvación, también valora las desgracias a la luz de la providencia divina, propone la fe en Dios omnipotente que, normalmente, actúa a través de las causas segundas pero que puede intervenir, a pesar de la perplejidad a este respecto de mucha teología contemporánea, incluso rompiendo, en el milagro, la sucesión de la causalidad natural, lee los acontecimientos de la historia a través de una teología de la historia e invita a todos los hombres a la conversión y el arrepentimiento. La Iglesia nunca confunde la salud, en el sentido sanitario del término, con la salvación.
La Iglesia no ayudará a la comunidad a vencer el desafío de la “salud” convirtiéndose en un centro “sanitario”, sino proponiendo la “salvación”, que desde lo alto de la vida de gracia desciende para fecundar la vida social. Ahora bien -y con esto termino mi intervención-, hay una herramienta especialmente adecuada para este fin: la Doctrina social de la Iglesia, herramienta indispensable para el “nuevo comienzo”.
Fuente: https://www.vanthuanobservatory.org/
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