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martes, 31 de enero de 2012

Nota del Consejo Pontificio Justicia y Paz - Thierry Boutet - 27-10-2011


El Consejo Pontificio Justicia y Paz ha hecho público, en una conferencia de prensa el lunes 24 de octubre, un documento que ha titulado: “Para una reforma del sistema financiero y monetario internacional desde la perspectiva de una autoridad pública con jurisdicción universal”. Participaron en la presentación su Presidente el cardenal Turkson, Mons. Mario Toso y el profesor Leonardo Becchetti, profesor de Economía Política en la Universidad de Tor Vergata en Roma.

Tendremos la oportunidad de volver sobre este documento, tanto por las cuestiones que plantea como por la autoridad de la que emana. Con el Observatorio Cardenal Van Thuan sobre la Doctrina Social de la Iglesia (Verona), el Centro de pensamiento social católico de la Universidad de San Pablo de Arequipa (Perú), la Fundación Pablo VI (Madrid), hemos publicado para Francia (Liberté Politique N º 20 y 51) los dos primeros informes anuales sobre la doctrina social de la Iglesia en el Mundo. Este trabajo, con el prefacio de Monseñor Rino Fisichella, presidente del Pontificio Consejo para la nueva evangelización, fue presentado y comentado en el sitio Libertepolitique.com por Monseñor Crepaldi, ex presidente del Observatorio Van Thuan y secretario del Consejo Pontificio Justicia y Paz.

Es la razón por la que damos gran importancia a los trabajos del Consejo Pontificio Justicia y Paz. Esta comisión fundada por Pablo VI en 1988 se convirtió en uno de los doce consejos de la Curia Romana. El párrafo 1 de la Constitución Apostólica Pastor Bonus, que lo creó el 28 de junio 1988, establece en su apartado 1, que el consejo profundiza la doctrina social de la Iglesia, haciendo que ésta sea ampliamente difundida y puesta en práctica por individuos y comunidades, especialmente en lo que se refiere a las relaciones entre trabajadores y empleadores, relaciones que deben estar cada vez más impregnadas por el espíritu del Evangelio. 

En un registro más técnico que estrictamente doctrinal, la nota que se acaba de publicar abre pistas para la investigación, toma posición en debates legítimamente controvertidos, y concita a la discusión. Para ello, y para avanzar en el pensamiento como nos invita a hacer el Consejo, damos a continuación una breve presentación y exponemos las primeras cuestiones y los primeros comentarios de expertos de la Fundación a los que hemos consultado. Tratándose de reacciones en caliente, asumimos como propias sus respuestas, pero  mantenemos voluntariamente el anonimato de los autores que están interesados en volver más adelante sobre el contenido de esta nota aquí mismo. Esperamos así aportar nuestra contribución a la investigación que lleva adelante el Consejo Pontificio Justicia y Paz.

La nota, de un poco más de diez páginas, no sólo se contenta con analizar la situación. No se queda en recordar los grandes principios ni siquiera las orientaciones generales. Propone soluciones técnicas y políticas más prudenciales que magistrales y toma parte en debates, como el del “impuesto Tobin”, en el que las opiniones de los expertos se oponen entre sí.

En el prefacio, sus autores citan el espíritu de la Populorum Progressio y mencionan la reunión del G-20 de 2009, lo cual es bastante inusual en un texto del Magisterio; finalmente, inscriben sus propuestas para la reforma del sistema financiero y monetario internacional en la perspectiva de una autoridad pública con competencia universal en la línea de la encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI. 

Esas son las principales fuentes, a las que podemos añadir la Constitución pastoral Gaudium et Spes del Concilio, la encíclica Pacem in Terris de Juan XXIII y uno o dos textos mas como la Carta apostólica Octogesima adveniens de Pablo VI o la encíclica Centesimus annus de Juan Pablo II.

La idolatría del mercado

Dicho lo anterior, el texto sitúa su reflexión en una perspectiva global, mundialista, -dirían algunos- y comienza con una observación que no es nueva: se encuentra siempre una combinación de errores técnicos y las responsabilidades morales, en las diversas etapas de desarrollo de la crisis (No. 1).

Y más lejos añade: no puede ser despreciada o subestimada la importancia de los factores éticos y culturales. En efecto, la crisis ha puesto de manifiesto actitudes de egoísmo, de avaricia colectiva y de acumulación de bienes en gran escala. Nadie puede resignarse a ver al hombre vivir como un lobo para el hombre, de acuerdo con el concepto puesto en evidencia por Hobbes.

Este recordatorio de las causas éticas de la crisis, al que no se puede sino suscribir, precede a un análisis somero de los mecanismos de la misma.

El documento apunta a una orientación de estilo liberal - reticente respecto de la intervención gubernamental en los mercados- que, según dijo, la hizo optar por la quiebra de una importante institución internacional, pensando así poder limitar la crisis y sus efectos. Lo que dio lugar, por desgracia, a la propagación de la desconfianza, que a su vez indujo a cambios repentinos de actitud, exigiendo intervenciones públicas de formas diversas y de amplio alcance (más del 20% del producto nacional) para amortiguar los efectos negativos que hubieran cargado con la totalidad del sistema financiero internacional. 

El culpable sería entonces la ideología del mercado: y antes que nada, de un liberalismo económico sin reglas ni controles. Se trata entonces de una ideología, de una forma de apriorismo económico que pretende extraer de la teoría las leyes de funcionamiento del mercado y las llamadas leyes del desarrollo capitalista, exacerbando algunos aspectos. Una ideología económica que fija a priori las leyes de funcionamiento del mercado y del desarrollo económico sin confrontarlas con la realidad, corre el riesgo de convertirse en un instrumento subordinado a los intereses de los países que actualmente tienen una posición ventajosa en el ámbito económico y financiero. (N º 1)

La crítica del liberalismo en su sentido filosófico (y no de la economía de mercado), no es nueva en los textos del Magisterio; sin embargo, atribuir las causas de la crisis a demasiado respeto por los mecanismos de mercado es una posición discutible, incluso si emana de una autoridad de ese nivel. Muchos economistas y expertos, incluyendo a católicos, ven la crisis -por el contrario- como consecuencia de la violación de las reglas del mercado por parte de las autoridades, las que lejos de dejarlo actuar o de regularlo en el sentido liberal del término, lo han perturbado con fines más políticos que económicos.

Sin embargo, el Consejo Pontificio Justicia y Paz advierte contra el riesgo de una idolatría del mercado que ignore la existencia de bienes que por su naturaleza no son ni pueden ser simples mercancías (No. 2), y pretende fomentar una  ética de la solidaridad, regulando el mercado. Toda la cuestión se trata de cómo hacerlo.

Un Banco Mundial

La solución preferida por la nota del Consejo Pontificio Justicia y Paz estaría en una  autoridad política mundial, (3) de la que reconoce las dificultades y los obstáculos que deben superarse para que pueda ver la luz del sol. No deja de dibujar los contornos y el método. Citamos en su totalidad este pasaje, que es el corazón del mensaje:
Se trata de un proceso complejo y delicado. Tal autoridad supranacional debe estar estructurada de manera realista y ser puesta en marcha gradualmente; tiene como objetivo promover la existencia sistemas monetarios y financieros eficientes y eficaces, es decir, mercados libres y estables, disciplinados por orden jurídico apropiado, funcional al desarrollo sostenible y al progreso social de todos, inspirándose en los valores de la caridad y la verdad.

Se trata de una autoridad en una dimensión mundial, que no se puede imponer por la fuerza, sino que debe ser la expresión de un acuerdo libre y compartido -además de las exigencias permanentes e históricas del bien común mundial-, y no ser el resultado de la coacción o de la violencia. Debería resultar de un proceso de progresiva maduración de las conciencias y de las libertades, así como de la conciencia de responsabilidades cada vez mayores. Como resultado, la confianza mutua, la autonomía y la participación no deben descuidarse como si fueran elementos superfluos. El consentimiento debe involucrar a un número creciente de países que se adhieran con convicción, a través de un diálogo sincero que no margine, sino que ponga de relieve a las minorías.

La Autoridad Mundial debería involucrar a todos los pueblos de una manera consistente, en una colaboración al seno de la cual son llamados a contribuir, con el patrimonio de sus virtudes y sus civilizaciones.

La constitución de una autoridad política mundial debería ser precedida de una fase preliminar de concertación, de la que surgirá una institución legitimada, capaz de ofrecer una guía eficaz, y también permitir a cada país expresar y perseguir su propio bien.

El ejercicio de tal autoridad colocada al servicio del bien de todos y de cada uno deberá ser obligatoriamente super partes, es decir, por encima de todos los puntos de vista parciales y de cada bien individual, con vistas a la realización del bien común. Sus decisiones no deben ser el resultado de la omnipotencia de los países más desarrollados sobre los países más débiles. Ellas deberán, por el contrario, ser asumidas en el interés de todos y no sólo para el beneficio de ciertos grupos, sean  estos  formados por los grupos de presión privados, o de gobiernos nacionales.

Por otra parte, una institución supranacional, expresión de una comunidad de naciones, no podrá existir por mucho tiempo si, en el plano de las culturas, de los recursos materiales e inmateriales, de las condiciones históricas y geográficas, las diversidades de los diferentes países que no van a ser reconocidas o plenamente respetadas. La ausencia de un consenso convencido, alimentado por una permanente comunión moral de la comunidad mundial, debilitaría la eficacia de la correspondiente Autoridad.

Lo que es cierto a nivel nacional, lo es también a nivel global. La persona no está hecha para servir incondicionalmente a la autoridad, perteneciendo a esta última la tarea de ponerse al servicio de aquella, de un modo coherente con el preeminente valor de la dignidad humana. Asimismo, los gobiernos no deben servir a la autoridad global sin condiciones. Es más bien ésta la que debe ponerse al servicio de los países miembros, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, creando, entre otras cosas, las condiciones socio-económicas, políticas y jurídicas necesarias para la existencia de mercados eficientes y eficaces, porque estos, sobreprotegidos por políticas paternalistas, y debilitados por los déficit sistemáticos de las finanzas públicas y por los productos nacionales, de hecho impiden a los mercados mismos operar en un contexto mundial en tanto que instituciones abiertas y competitivas. (3)

Se trata de un proyecto grandioso, ambicioso, casi utópico, cuyo desarrollo está claramente lejos si nos atenemos a las condiciones previas a las que se refiere la nota. En el trayecto para constituir una Autoridad política mundial, es imposible separar los asuntos de la gobernanza (es decir, de un sistema de simple coordinación horizontal, sin una Autoridad super partes) con las de un gobierno compartido (es decir, un sistema que, además de la coordinación horizontal instaura una autoridad super partes) funcional y proporcional al desarrollo progresivo de una sociedad política mundial. La constitución de una autoridad política mundial no puede lograrse si no se empieza por el multilateralismo, no sólo en el plano diplomático, sino también y sobre todo en el marco de programas para el desarrollo sostenible y para la paz.

No se puede lograr el establecimiento de un gobierno mundial, sino es dando una expresión política a las interdependencias y las cooperaciones existentes.

Se trata pues, incluso en el respeto del principio de subsidiariedad -cuya mención es aquí más bien teórica- de una marcha hacia un gobierno mundial que debe aplicarse primero a la reforma del sistema financiero y monetario mundial.

Vemos, en el fondo, dibujarse en perspectiva la exigencia de un organismo que asegure las funciones de una especie de Banco Central Mundial que regule el flujo y el sistema de intercambio monetario, al modo en que lo hacen los bancos centrales nacionales. (N º 4).

En última instancia, este banco central mundial estaría encargado de moralizar la financiación a través de medidas tales como:

·         La imposición de las transacciones financieras.
·         La recapitalización de los bancos con fondos públicos, poniendo al desarrollo de la economía real como condición y como finalidad de este apoyo.
·         La separación de la actividad bancaria clásica de los mercados financieros.

El texto del Consejo no muestra otras medidas, y podemos pensar que estas se dan a título de ejemplo.

Por último, la nota concluye en un estilo bastante hegeliano evocando la superación de los Estados. El orden internacional descrito como westfaliano debería superar ese estado de la naturaleza que los ve luchando entre ellos para orientarse hacia un nuevo estado de derecho de nivel supra nacional, según la lógica de los contractualistas del siglo XVIII, en la que manifiestamente se inspira la nota (p11).

Una construcción para operar en el espíritu de Pentecostés y no en el de Babel, recuerda el último párrafo.

PREGUNTAS Y CAMINOS PARA LA INVESTIGACIÓN

Aquí es entonces donde aprieta el zapato y donde se plantean cuestiones tanto políticas como económicas.

Como el trigo y la cizaña, el espíritu de Babel convive, de hecho, en este mundo con el espíritu de Pentecostés; y a veces uno parece operando de un modo más evidente que el otro, pero ¿quién asegurará a los ciudadanos de ese mundo -en que nos habremos convertido- que la autoridad mundial así creada tendrá más virtudes que la FED o el FMI, o inclusive la ONU, en las que se percibe con tanta facilidad el espíritu de Babel?

¿Es posible denunciar a la vez a las tecno estructuras, a la falta de políticas, a la falta de democracia y esperar que el mundo será mejor gobernado por una autoridad central que disponga de grandes organismos universales y de funcionarios designados por otras jurisdicciones separadas de sus territorios, con gran opacidad democrática, para hacer cumplir en todo el planeta las medidas acordadas por otros delegados? ¿Por qué esas agencias no se convertirían en enormes nomenklaturas o incluso en una especie de KGB a escala mundial?

Durante doscientos años -y a pesar o a causa de los avances de la democracia- el poder de los estados no ha dejado de crecer, como ya lo describía Bertrand de Jouvenel hace más de medio siglo, mientras que el principio de subsidiariedad no ha dejado de ser pisoteado. ¿Cómo es posible imaginar una autoridad pública universal, suponiendo que tenga virtudes, que no vaya a tener los mismos defectos, en mayor tamaño aún, que los de nuestros estados nacionales, para no hablar de las instituciones internacionales actuales?

Desde este punto de vista de la nota del Consejo Pontificio Justicia y Paz, tiene el mérito de reabrir el debate político sobre la gobernanza mundial.

Un experto próximo a la AFSP con quién nos pusimos en contacto, no dudó en escribir que “en la nota, el intento de conciliar la autoridad supranacional con el principio de subsidiariedad es una muestra de elevadas piruetas intelectuales”, pero agrega además no estar muy convencido con el resultado. “Me parece que la debilidad del argumento demuestra que no pasa la prueba de la debida consideración y respeto por este principio decisivo”. 

De hecho, comenta otro, “es embarazoso para el primer organismo de difusión de la Doctrina Social de la Iglesia, que destaque el hecho que encontrar una solución a la crisis actual en una “mutualización” cada vez mayor de los problemas empujará a una fuga hacia adelante, porque a menudo el tamaño del problema aumenta más que proporcionalmente los tiempos en los el que el nivel superior de decisión -suponiendo que este mismo fuera pertinente- podría estar funcionando”.

Para uno de los expertos de la AFSP cuya opinión pidió el site Liberté Politique,  la nota haría necesario luego de los juicios morales, un análisis detallado de la realidad de los mercados y de las actividades que hubieran podido dar lugar a estas directrices. Como lo subraya incluso uno de ellos: “dotar a esta autoridad mundial de un Banco Central Mundial debería llamar a un debate sobre la gobernanza y también sobre el tipo de dinero que emitiría y regularía (función de un banco central). Pero la nota no lo menciona y proponer como modelo la ONU para construir un organismo regulador financiero, confirma que estamos en el terreno de los sueños”. Otro escribió,  “la idea de un banco central mundial, me parece incomprensible. Ya podemos ver hoy lo que pasa entre 17 con el BCE y el euro”.

En cuanto a las medidas concretas económicas propuestas por la nota: impuesto a las transacciones, la capitalización bancaria y la separación de las actividades bancarias, para todos nuestros expertos se trata de medidas técnicas cuya la selección e implementación bajo una forma u otra no se corresponde con las preocupaciones éticas de la nota ni forman parte de la enseñanza del Magisterio.

Incluso más que por sus aspectos políticos, el texto del Consejo Pontificio, aborda de hecho temas muy prácticos y prudenciales, con el riesgo de ser criticado en un terreno que ya no es más el suyo.

Así, uno de los economistas que sigue nuestros trabajos, me comenta: “la capitalización de los bancos ya está tratada por Basilea 3. La separación de las actividades solo se propone en esta etapa en el Reino Unido y plantea muchas preguntas, siendo que su efecto más directo sería el dominio total de los mercados por los bancos de EE.UU (que ya no aplican más este principio). Lo mismo se aplica al impuesto (por otra parte más comprensible en el contexto): es técnicamente mucho más difícil de desarrollar y poner en práctica que lo que dicen”. Escribe: “no es suficiente recordar las encíclicas de los últimos Papas para encontrar soluciones ya elaboradas como el impuesto Tobin...”

¿Deberíamos entonces olvidar el texto según lo sugerido por un último corresponsal y revestirlo con el manto de Noé?

Ciertamente, no es un texto del Magisterio en el sentido estricto. Hay que recordar que lo que la Iglesia llama su doctrina social, sólo contiene los documentos del Supremo Magisterio, es decir, las encíclicas y documentos revestidos explícitamente de una autoridad particular. Estrictamente hablando, incluso documentos como los discursos radiográficos de Pío XII que materialmente abordan las cuestiones de la doctrina social, no forman formalmente parte de este corpus.

El texto del Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz que nos presenta en estos días debe ser recibido con la debida atención, como un aporte interesante de un dicasterio romano. Abre un debate tanto sobre la naturaleza de las intervenciones de la Iglesia, de las lecturas que se pueden hacer de las últimas encíclicas sociales, y también sobre la pertinencia o las limitaciones de las soluciones propuestas. Hay que alegrarse por ello. Y tendremos la oportunidad de volver sobre el tema.

* Traducción de Pablo López Herrera

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