A la búsqueda de nuevas causas justas
El totalitarismo actual se sienta a la mesa y ojea la carta de causas justas. ¿Qué nos queda en el menú? feminismo y ecologismo como platos fuertes, y quizá alguna causa más de guarnición (indigenismo, orientación sexual, sufrimiento terminal, animalismo…). No rebajo un ápice el vigor y la justicia de cada una de estas causas. Son los actuales herederos del totalitarismo quienes lo hacen, quienes las toman a título meramente instrumental. A ellos se sigue sumando buena parte de la intelectualidad y del mundo del arte, con la (vana) esperanza de poder fijar su impronta sobre el mundo. Y, desde que la causa social ha decaído y no supone ya amenaza para las grandes fortunas, también se añaden a esta partida algunos de los mega-ricos del planeta, quienes buscan, después del dinero, el poder de configurar el mundo de la vida.
Todas las señaladas más arriba son causas justas. No obstante, cada una de ellas puede ser pervertida y puesta al servicio de un designio totalitario, especialmente en territorios donde aun tiembla a lo lejos el eco de alguna campana. El feminismo nació como una reivindicación de voto y de acceso a la enseñanza y, en el fondo, de igualdad ante la ley para todas las personas, sin discriminación de sexo. La causa no puede ser más razonable e imperiosa, pues, todos nacemos libres e iguales. Es decir, es una reivindicación que se apoya en la naturaleza humana y en la ley natural.
El cambio de la causa feminista
El aroma del primer feminismo era nítidamente liberal. Sin embargo, se dan hoy intentos de secuestro de dicha causa por parte de grupos de inspiración totalitaria. De este modo, una causa justa está siendo convertida en un vector de dominación. Se esgrime para ejercer la censura en los medios y en la academia, para establecer y financiar estructuras clientelares de vigilancia y control, para repartir salvoconductos culturales, para expulsar de las manifestaciones feministas incluso a las mujeres que discrepan de la nueva ortodoxia.
La apelación a esta causa, en principio justa, puede resultar interesada y acabar perjudicando precisamente a las mujeres, del mismo modo que fue hipócrita en su día el ardor obrerista de Lenin, que acabó con la libertad y la vida de tantos obreros, o la lucha campesina de Mao que a tantos paisanos mató de hambre. Sucede así, por ejemplo, cuando ciertos grupos de poder se fijan más en minucias gramaticales de las lenguas europeas que en la desigualdad sin cuento que sufren las mujeres en algunas dictaduras islámicas.
Y es que aquí, sobre los rescoldos de una civilización cristiana, todavía se puede manipular una causa justa como herramienta de poder. Es en estos territorios en los que un feminismo mal entendido, transformado en ideología de género, podría servir para acabar con la presunción de inocencia, con la igualdad ante la ley, con la división de poderes, con el derecho a un juicio justo, con la libertad de cátedra y con el derecho que tienen los padres (o sea, las madres y los padres) a orientar la educación de sus hijos. Podría valer, en suma, para pavimentar el camino al totalitarismo.
Ecologismo
Algo análogo habría que decir del ecologismo. El ecosistema que nos alberga y nutre merece cuidado y reparación. Las primeras voces de alerta en este sentido partieron de algunos pensadores y activistas norteamericanos que podríamos muy bien situar en las antípodas de cualquier tentación totalitaria, algunos de ellos inspirados incluso por la idea cristiana de creación. El mundo, como obra de Dios y causa de admiración, habría de ser respetado. Se trataba, en principio, de poner cierta cordura y moderación en el afán de progreso que cundió durante el siglo XIX y comienzos del XX. Se buscaba la conservación del medio ambiente, la preservación de ciertos espacios en estado natural, la limpieza de las aguas, los suelos y la atmósfera.
A pasar de estos nobles antecedentes, la causa ecologista, tan legítima en su origen, corre hoy el riesgo de caer en manos de algunos grupos totalitarios. Algunos la emplean sin rubor para instar las subidas de impuestos y las normativas más minuciosas de control. Apelan de nuevo a grandes estrategias de planificación estatal -o incluso mundial- a largo plazo, contrarias a la iniciativa social y privada, ajenas a toda idea de humildad intelectual. Se entrometen hasta el extremo en la vida cotidiana de las gentes usando como coartada la salud de la Tierra. Pocos de ellos quieren recordar Chernóbil o el mar de Aral, por citar tan solo un par de casos en los que la planificación totalitaria condujo al desastre ecológico.
La madre Tierra
En su versión contemporánea, el totalitarismo ha encontrado en la sensibilidad ecológica de nuestra población una disculpa perfecta para la restricción de libertades. La maniobra ahora consiste en poner todo el peso ontológico, no en las personas, sino en la totalidad de la naturaleza. Así, por ejemplo, los regímenes populistas que mandaban hasta hace poco en Ecuador y en Bolivia empleaban como señuelo la idea panteísta de la Pachamama. Dado que la naturaleza en su conjunto (o el ecosistema o la Tierra o Gaia o como se quiera llamar) no puede representarse a sí misma, no sabe hacer valer en foro público y mediante la palabra sus recién recibidos derechos, alguien tiene que hacerlo en su nombre. Y ese alguien, esa especie de tutor de la biosfera -sea comisión o cargo unipersonal-, ha de ser elegido, por supuesto, entre el comisariado del régimen.
Indigenismo
Podemos observar una estructura análoga en otros muchos tópicos. Así, la causa de los indígenas es perfectamente justa, como estableció hace siglos Bartolomé de las Casas en la llamada Controversia de Valladolid. De ahí, a través de la Escuela de Salamanca, nacen las bases filosóficas de los derechos humanos. Se puede, por supuesto, torcer esta causa justa al servicio de las intenciones totalitarias. No hay más que diluir a la persona en la tribu, asignando derechos solo a los colectivos.
Igualdad
Hay justicia y razón también en reclamar igualdad para todas las personas, al margen de la orientación sexual de cada cual. Pero hay quien pretende convertir esta reivindicación justa en una cuña para debilitar la institución familiar, que históricamente ha funcionado como lugar de resistencia frente a los abusos del poder político. De nuevo, cabe temer que las personas más vulnerables, una vez utilizadas para la campaña totalitaria, sean olvidadas y acaben resultando damnificadas.
La lucha contra la crueldad con los animales
La evitación de la crueldad para con los animales también resulta ser una causa justa. San Francisco de Asís constituye un precedente señero de la misma. Otros pensadores cristianos, como Tomás de Aquino e Immanuel Kant, también escribieron con tino contra este tipo de crueldad. Ahora bien, la justa indignación moral que suscita un trato cruel puede ser manipulada para acabar borrando toda diferencia entre las personas y el resto de los animales, para hacernos olvidar la dignidad de los seres humanos y así ponerlos con mayor facilidad a los pies de cualquier poder totalitario. Los ejemplos podrían seguir, ahora bien, con lo dicho es suficiente para ilustrar el esquema de comportamiento de las diferentes oleadas totalitarias.
¿Qué hacer? Palomas y serpientes
Muchas personas quisiéramos ponernos al servicio de las causas justas sin sacrificar por ello nuestras libertades a ningún designio totalitario. De hecho, el intento de erradicar el mal por imposición totalitaria produce un mal mayor, la ausencia de libertad y, con ello, la anulación de la posibilidad de todo bien.
Muchos preferimos vivir en sociedades abiertas, con división de poderes, en países que respeten la vida de las personas y su dignidad como bienes intocables, sagrados. Queremos habitar allá donde se proteja a las familias, donde rija la seguridad jurídica y la igualdad ante la ley, donde la propiedad privada quede a salvo de la arbitrariedad política y donde todo el mundo tenga derecho a un juicio justo. Digámoslo en clave ontológica: queremos vivir allá donde cada uno reconozca a los demás como personas y sea reconocido en esos mismos términos por todos los demás y por los diversos poderes; donde los seres humanos no sean tomados como meras pieza de una entidad mayor. Entonces, ¿qué podemos hacer? Si quisiéramos volver al principio, podríamos decir, en términos de Popper, que tenemos que evitar la estupidez para así proteger la genuina bondad.
Defender las verdaderas causas justas y denunciar su manipulación
En primer lugar, es crucial la cuestión de la iniciativa. Hay que tomar la iniciativa en la defensa de las causas justas desde un espíritu de libertad, como en su día lo hicieron Santo Tomás de Aquino, San Francisco, Bartolomé de las Casas, la Escuela de Salamanca, Immanuel Kant, Martin Luther King o Ghandi, las primeras feministas o los primeros conservacionistas…
En segundo término, es importante no dejarse llevar del ronzal y denunciar el uso torticero de las causas justas siempre que este se produzca. Y es importante, sobre todo, porque de dicho uso torcido se siguen siempre los mayores males para los más vulnerables.
Lo que hay que hacer tal vez se podría resumir en la fórmula magistral que aporta el propio Evangelio: “prudentes como serpientes, sencillos como palomas” (Mt 10, 16). No se trata de que uno haya de ser astuto como sierpe para manipular a los demás. Obviamente, no es eso. Lo que indica el texto es que uno ha de ser sencillo, inocente, y al mismo tiempo prudente, para que nadie pueda manipularle con facilidad en su inocencia. La prudencia, aquí, está para proteger la inocencia. Quien detecta y denuncia prudentemente la manipulación totalitaria de las causas justas está ya poniendo su grano de arena a favor de una buena resolución de las mismas.
Pedro Motas. Veterano de España
3 septiembre 2021
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