viernes, 14 de noviembre de 2014

El deseo por la igualdad penetra la economía, el marco jurídico, e incluso la religión.


LA ENVIDIA EN UN TIEMPO DE DESIGUALDAD

Por Samuel Gregg

Siempre he creído que la envidia es la peor pasión humana. La épica narración bíblica del asesinato de Caín a Abel nos recuerda que los hombres han tenido celos de los éxitos y bienestar de otros hombres desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, cuando se mezcla esto con la cuasi-obsesión con la desigualdad que domina gran parte del discurso político en la actualidad, existe un serio peligro de que la envidia –y los deseos por saciarla– empiecen a dirigir las políticas públicas de modos que no son económicamente lúcidos ni políticamente saludables.

Comentarios como “usted no construyó eso”[1] o el famoso “no me gustan los ricos” de François Hollande de 2012, no surgen de la nada. Por un lado, reflejan un posicionamiento ideológico de larga data, que denuncia la naturaleza y las consecuencias que generan las economías de mercado, así como la animosidad contra grupos particulares. Pero la obsesión actual con la desigualdad económica ha hecho que sea más fácil para nuestros líderes políticos decir estas cosas en voz alta y sin temor a represalias electorales.

No ayuda tampoco la completa desorientación presente en los debates actuales sobre la desigualdad económica. La desigualdad y la pobreza no son lo mismo. Sin embargo, ello no impide que la gente confunda ambas. Del mismo modo, importantes distinciones entre desigualdad en los ingresos, en el bienestar, en niveles educativos y acceso a la tecnología resultan frecuentemente confundidos. Como se menciona en un estudio recientemente publicado por la Reserva Federal de St. Louis (EE.UU.), la desigualdad en la riqueza puede suponer un impacto mayor sobre la capacidad comparativa de las personas de generar un capital para el futuro que la desigualdad en los ingresos. Sin embargo, nos pasamos la mayor parte del tiempo angustiados por la última.

Los debates sobre la desigualdad no recuperan la cordura debido en buena medida a los números salvajes que se arrojan. Tómese, por ejemplo, las interminables denuncias sobre la brecha entre el ingreso de los ejecutivos estadounidenses y sus empleados. De acuerdo con la Federación Estadounidense del Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales (AFL-CIO, por sus siglas en inglés) la brecha se situó en una ratio de 331 a 1 en el año 2013.

Sin embargo, la Oficina de Estadísticas Laborales de los EE.UU. (Bureau of Labor Statistics), sostiene que el CEO promedio estadounidense –no los 200 ejecutivos top de las grandes compañías norteamericanas– percibió 178.400 dólares estadounidenses en el año 2013. Si se cruza esta estadística con el informa de la AFL-CIO que sostiene que la retribución promedio de los trabajadores en el mismo año fue de 35,239 dólares, supone una diferencia mucho menor de 5 a 1.

Se debe tener presente que no todas las formas de desigualdad económica son injustas.

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