sábado, 23 de noviembre de 2013

Hoy, hace 50 años morían A. Huxley y C.S. Lewis. También John F. Kennedy, que se llevará todas las portadas y a mi, personalmente, me parece el menos relevante de los tres.



por Juanjo Romero


Hoy, hace 50 años morían A. Huxley y C.S. Lewis. También John F. Kennedy, que se llevará todas las portadas y a mi, personalmente, me parece el menos relevante de los tres.

Supongo que la conversión y el impacto de la obra de Lewis es conocida (tanto por Narnia como por sus otras, y más interesantes obras). Ya hablé de ello hace un año, no voy a repetirme.

Quizá un estupendo resumen sobre su «camino» de conversión lo ha escrito José Ramón Ayllón en su libro «Dios y los náufragos». Se lo tomo prestado. Como escribe muy bien y está salteado de citas no se nota la extensión.

En cualquier caso es una conversión (no dio el último paso al catolicismo, se quedó en el anglicanismo) en la que tienen mucho que ver sus amigos católicos J.R.R Tolkien y Hugh Dyson. Una conversión que nos interpela a todos y que me recuerda siempre a los amigos del paralítico del Evangelio, «al ver la fe de esos hombres…» (Mc, 2, 3-5).

Así lo cuenta José Ramón…


C. S. Lewis fue un hombre lleno de amigos, libros y alumnos. Nació en 1898, y en 1925 ya enseñaba filosofía y literatura en Oxford. Hasta su muerte en 1963 fue un profesor eminente, autor de célebres ensayos, cuentos y libros de texto. Su vida está marcada por su conversión al cristianismo a la misma edad que San Agustín. Ese giro radical lo explica y justifica en un puñado de libros escritos con un estilo vivo y una lógica apabullante. Lewis domina el arte de argumentar. Su dialéctica apura la ironía y la sutileza, tal y como confiesa haber aprendido de uno de sus profesores:


«Si alguna vez ha existido un hombre que fuera casi un ente puramente lógico, ese hombre fue Kirk (…). Le asombraba que hubiera quien no deseara que le aclarasen algo o le corrigiesen (…). Al final, a menos que me sobreestime, me convertí en un »sparring« nada despreciable. Fue un gran día aquél en que el hombre que durante tanto tiempo había peleado para demostrar mi imprecisión, me acabó advirtiendo de los peligros de tener una sutileza excesiva».

Ateo pero razonable

Lewis era ateo porque, desde la temprana muerte de su madre, sentía el universo como un espacio terriblemente frío y vacío, donde la historia humana era en gran parte una secuencia de crímenes, guerras, enfermedades y dolor.


«Si me piden que crea que todo esto es obra de un espíritu omnipotente y misericordioso, me veré obligado a responder que todos los testimonios apuntan en dirección contraria».

Pero esta argumentación no era, ni mucho menos, definitiva:

«La solidez y facilidad de mis argumentos planteaban un problema: ¿Cómo es posible que un universo tan malo haya sido atribuido constantemente por los seres humanos a la actividad de un sabio y poderoso creador? Tal vez los hombres sean necios, pero es difícil que su estupidez llegue hasta el extremo de inferir directamente lo blanco de lo negro».

La auténtica verdad de su ateísmo

En cualquier caso, Lewis se sentía más cómodo en su ateísmo:

«Para un cobarde como yo, el universo del materialista tenía el enorme atractivo de que te ofrecía una responsabilidad limitada. Ningún desastre estrictamente infinito podía atraparte, pues la muerte terminaba con todo (…). El horror del universo cristiano era que no tenía una puerta con el cartel de ‘Salida’».

En 1917 se incorpora al frente francés de la primera guerra mundial. Un año más tarde cae enfermo y es enviado al hospital de Le Tréport, donde permanecerá tres semanas.

«Fue allí donde leí por primera vez un ensayo de Chesterton. Nunca había oído hablar de él ni sabía qué pretendía. Tampoco puedo entender demasiado bien por qué me conquistó tan inmediatamente. Se podría esperar que mi pesimismo, mi ateísmo y mi horror hacia el sentimentalismo hubieran hecho que fuera el autor con el que menos congeniase (…). Al leer a Chesterton, como al leer a MacDonald, no sabía dónde me estaba metiendo».

Conexiones intelectuales

Al acabar la guerra estudia en Oxford filosofía y literatura inglesa. Son años de intensa formación intelectual y de innumerables lecturas. Pero sus libros y autores preferidos no compartían su visión de la vida:

«Todos los libros empezaban a volverse en mi contra (…). George MacDonald había hecho por mí más que ningún escritor, pero era una pena que estuviese tan obsesionado por el cristianismo. Era bueno a pesar de eso. Chesterton tenía más sentido común que todos los escritores modernos juntos…, prescindiendo, por supuesto, de su cristianismo. Johnson era uno de los pocos autores en los que me daba la impresión de que se podía confiar totalmente, pero curiosamente tenía la misma chifladura. Por alguna extraña coincidencia a Spencer y Milton les pasaba lo mismo. Incluso entre los autores antiguos iba a encontrar la misma paradoja. Los más religiosos (Platón, Esquilo, Virgilio) eran claramente aquellos de los que podía alimentarme de verdad. Por otro lado, con los escritores que no tenían la enfermedad de la religión y con los que, teóricamente, mi afinidad tenía que haber sido total (Shaw, Wells, Mill, Gibbon, Voltaire), ésta afinidad me parecía un poco pequeña. No era que no me gustaran. Todos ellos eran entretenidos, pero nada más. Parecían poco profundos, demasiado simples. El dramatismo y la densidad de la vida no aparecían en sus obras».

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