La Argentina monárquica
por James Neilson
por James Neilson
Si hay algo que caracteriza a los kirchneristas, es el desprecio que sienten por sus compatriotas. Aunque en ocasiones parecen convencidos de que el país cuenta con recursos humanos sobresalientes, muy superiores a los disponibles en otras latitudes, todos coinciden en que, de los más de 40 millones de argentinos, solamente uno está en condiciones de ser presidente de la Nación. Quienes discrepan, o meramente insinúan que acaso haya otros que, en caso de emergencia, podrían desempeñar dicho papel de manera adecuada, corren el riesgo de ser calificados por los defensores de la ortodoxia imperante como traidores, golpistas, gorilas destituyentes y enemigos siniestros de lo nacional y popular.
Lejos de sentirse personalmente humillados por la chatura realmente extraordinaria así supuesta, los incondicionales de Cristina parecen enorgullecerse de su propia inferioridad, de ahí su voluntad de rendirle pleitesía, de obedecerla sin chistar, de sumarse al séquito de aplaudidores que la acompañan a todas partes. Tienen que creerla imprescindible; de otro modo, su propia obsecuencia les motivaría vergüenza.
Lejos de sentirse personalmente humillados por la chatura realmente extraordinaria así supuesta, los incondicionales de Cristina parecen enorgullecerse de su propia inferioridad, de ahí su voluntad de rendirle pleitesía, de obedecerla sin chistar, de sumarse al séquito de aplaudidores que la acompañan a todas partes. Tienen que creerla imprescindible; de otro modo, su propia obsecuencia les motivaría vergüenza.
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Los caudillistas de mentalidad autoritaria que hoy en día llevan la voz cantante en el mundillo oficialista cuentan con una ventaja clave en la interminable “batalla cultural” que están librando contra el liberalismo, vicio que algunos quisieran extirpar de la Constitución nacional: los esquemas autocráticos que preconizan son mucho más sencillos que los liberales. Para comenzar, los gobernantes no tienen que preocuparse por asuntos engorrosos como la división de poderes y la necesidad de acatar una plétora de reglas apenas comprensibles. Felizmente para quienes piensan así, el grueso de la población, en especial el sector conformado por los más pobres del conurbano bonaerense y las provincias del norte que siempre votan a favor de candidatos peronistas, concuerda en que es decididamente mejor una presidenta que saca de la galera un decretazo tras otro de lo que sería un mandatario perdiera el tiempo negociando con legisladores opositores resueltos a poner palos en la rueda.
Al acostumbrarse a pasar por alto tales nimiedades, Cristina brinda la impresión de estar gobernando el país con la firmeza exigida por las circunstancias. Según las encuestas, una parte sustancial de la ciudadanía la respalda en base a la capacidad de gestión excepcional que le atribuye, juicio que a primera vista parece absurdo a la luz de la ineficacia a menudo grotesca que es una de las señas de identidad más evidentes del gobierno actual, pero que dadas las circunstancias puede entenderse. Mientras que los demás políticos parecen dedicarse a charlar infructuosamente, a polemizar en torno a temas poco interesantes y a quejarse, Cristina da órdenes tajantes que, a veces, producen cambios concretos, con el resultado de que en opinión de muchos los opositores no sirven para nada. Como ella sin duda entiende muy bien, en un país como la Argentina de cultura monárquica, el desdén por los límites institucionales contribuye a fortalecer al mandatario y a debilitar a quienes protestan contra el abuso de poder, de tal manera confesando su propia impotencia.
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